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sábado, 4 de agosto de 2018

El cirujano plástico.



EL CIRUJANO PLÁSTICO

El cirujano plástico Enrique Buitrago era un verdadero genio en lo que hacía. Cientos de ricachonas satisfechas salían a diario de su clínica con hasta diez años menos en su tersa piel y unos cuantos cientos menos en sus carteras. Desfiguraciones por accidente, injertos de quemados, trasplantes de piel, liposucciones y muchas cosas más eran realizadas como si de un simple arreglo mecánico se tratara con sus diestras manos, ninguna especialidad podía considerarse un problema para él. Como resultado de su gran fama, Buitrago podía permitirse vivir una vida repleta de los más exquisitos de los lujos, realmente tenía todo lo que podía desear.
Su carrera no le había dejado espacio para tener hijos, pero lo compensaba con cochazos de competición, mansiones, chalets a pie de playa, además de unos fieles amigos. Su mujer, la afamada modelo y actriz Claudia Ortega, era la más bella del país según las revistas de moda… Pero… Como en la vida de todo buen artista, Buitrago estaba obsesionado con su singular Everest; la eterna juventud.
Por supuesto, la belleza no escondía secretos para el buen doctor, que a lo largo de pocos años, y a base de golpes de bisturí,  había hecho de su mujer la musa de algunos y la envidia de muchas. Sus medidas eran perfectas, su piel tersa, clara y sin una sola imperfección. Sus ojos estaban perfectamente alineados en su menudo y juvenil rostro, como si un verdadero matemático los hubiera colocado en el lugar perfecto. Sus labios y sus dientes eran los que cualquier mujer pudieran desear. Pero aún así, Buitrago seguía sin sentirse satisfecho.
El cirujano veía como el reloj de la vida no se detenía, y que las arrugas, la flacidez, la caída de las carnes y las grasas naturales se abrían camino hacia ese inevitable destino que era la ancianidad. Cada vez que miraba a Claudia sentía la necesidad de completar su obra, de ganar una vez más aquel pulso contra paso del tiempo…
Una buena mañana, después de que la cafeína del café se hubiera ido por el retrete para que su pulso, como siempre, fuera perfecto, el medico comenzó la octava operación en la nariz de su esposa. No llevaba mucho tiempo de intervención cuando se dio cuenta de algo, como si una nueva luz hubiera aparecido ante sus ojos, queriendo mostrarle aquello de lo que no se había percatado antes… Buitrago notó como con cada respiración, con cada latido, con cada signo vital de su esposa entorpecía el trabajo de su bisturí a la hora de realizar su corte perfecto, milimétrico. Las micro imperfecciones de cada golpe de la cuchilla afectaba negativamente al acabado de su trabajo. Al terminar con la nariz, se dio cuenta que la operación de orejas, la misma que ya realizara unos años atrás, había dejado a éstas ligeramente desplazadas de la proporción exacta con sus ojos, así que decidió repuntarlas.
Con cada minuto que pasaba se ponía más nervioso. Las venas y capilares del cuello de Claudia, por muy lento que bombearan, no dejaban de hacerlo, y con cada latido el cirujano se ponía aún más histérico, tanto que incluso le llegó a parecer que su mujer acababa de tenderse sobre la camilla después de haberse echado una buena carrera. Aquellos movimientos hacían imposible la operación, si algo había importante en su trabajo, era su obsesión por la simetría, todo tenía que ir acorde con sus operaciones, todo el cuerpo tenía que estar en armonía, para él, la auténtica belleza era matemática.
Como hipnotizado, dirigió su mano derecha al interruptor de la máquina de respiración, deteniendo su funcionamiento, si su mujer dejaba de respirar, si su pulso se detenía, podría realizar lo que tanto tiempo llevaba deseando. El corazón de Claudia no tardó en dejar de latir, sumergiéndola en una muerte dulce, sin dolor, sin conciencia…
“Ahora sí”, pensó Buitrago, volviendo a hundir el escalpelo en la blanca piel.
Qué maravilla… Todo resultaba perfecto, cada corte, cada puntada, cada injerto… Su obra, fría  como el mármol y ya sin ningún tipo de sábana protectora de infecciones o tubos de mantenimiento vital, era como la arcilla de Donatello antes de finalizar sus obras con un baño de bronce… No tenía que limpiar después los cortes ni las heridas con yodo, y la falta de sangrado hacía que el trabajo fuera impecable. Gracias al rigor mortis de los músculos, pudo moldearlos a placer y sujetarlos en su posición perfecta al hueso, y cuando éste pasaba, podía doblar las articulaciones para dejar un acabado perfecto.
De pies a coronilla, su esposa de cuarenta años parecía tener veinte, en su cuerpo no se veía ni un solo punto de sutura. La completó con tejidos desechados de otras pacientes que guardaba congelados en la cámara de donantes, allí donde guardaba los restos del más bello ser que había tenido la oportunidad de observar en la vida, David Etxebarría, de veinticinco años. Su piel era blanca, tersa y presentaba unos curiosos lunares en su mejilla izquierda, los cuales formaban un triángulo perfecto, algo doloroso para su vista, ya que de aquel modo su rostro no estaba simétrico, en él sobraban lunares, o faltaban…  Su cabello era tan rubio que incluso podría llegar a parecer blanco para los ojos menos observadores, y sus ojos del más puro y profundo azul. Antes de morir sobre la mesa de operaciones, a causa de una simple apendicitis, Buitrago ya había pensado en lo perfecto que sería poder ser el portador de aquel rostro, tan diferente en todo al suyo, por lo que, moviendo solo algunos hilos, el obseso cirujano pudo hacerse con su cabeza justo antes de que el joven fuera incinerado.
Durante dos largas horas estuvo contemplando su más reciente obra, acariciando aquellas piernas, aquellos brazos, aquel rostro inerte… Aquellos ojos tan hermosos que ya no volverían a abrirse nunca más. Sintió el irrefrenable deseo de conservarla para siempre, de que ella nunca se fuera, que nunca lo abandonara… Nunca había sentido un amor profundo por su esposa, al menos no uno que fuera más allá de la amistad, pero adoraba su compañía, era realmente una mujer espectacular y, sobre todo, siempre había estado dispuesta a satisfacer todos sus deseos.
“No… Ella no puede abandonarme…”
Pero, ¿qué haría entonces con su obra? ¿Cómo evitar su descomposición? ¿Cómo conseguir que se mantuviera así de intacta para siempre?
Otro genial momento de inspiración rápida, le llevó a conservarla con nitrógeno en su clínica. Tenía una cámara estanca que podía albergar un cuerpo entero. Pero había algo que fallaba… El era consciente de que un solo fallo en aquella cámara supondría el fin de su obra maestra, de modo que, con las mismas, decidió encontrar el método de conservación perfecto y estático que colocara a su obra a la altura de la Gioconda o El David. Desgraciadamente la ciencia aún no podía darle lo que buscaba, ningún método la mantendría para siempre así de perfecta.
Al cometer aquel asesinato había llegado demasiado lejos como para rendirse, de modo que, sin pensárselo dos veces, y tras conservar provisionalmente a Claudia con el maravilloso nitrógeno líquido, agarró gran parte de la fortuna que había ganado durante décadas y empezó a recorrer el mundo hablando con científicos de buena y mala praxis. Químicos, físicos, otros médicos… Incluso matemáticos… Nada. Ninguno de ellos pudo darle la respuesta que él deseaba.
Cada vez más agotado debido a los largos años que duró la intensa búsqueda de su obsesión, empezó a consultar antiguos manuscritos. Ya lo había intentado todo… Había hecho reconstrucciones y experimentado con cientos de cuerpos de animales, probando todas y cada una de las alternativas que grandes doctores le habían dado, pero ninguna había funcionado… Así que… ¿Por qué no probar con la magia? El nunca había sido un hombre espiritual ni religioso, era la típica persona que sólo cree en lo que puede ver, y aun así era capaz de encontrar cosas bastante discutibles. El simple hecho de pensar en la magia como última opción le hizo pensar de sí mismo que estaba perdiendo la cabeza, pero… ¿Se iba a echar atrás después de todo lo que llevaba recorrido?
Una mañana, en la que la cafeína del café se fue evaporada por la arena del desierto, la expedición arqueológica que financiaba dio su fruto en Egipto. Unas momias perfectas le llevaron a la pista de un antiguo manuscrito más viejo que las pirámides. Era difícil de traducir por los expertos, pero era muy claro.
El hombre que le habló de ella era algo anciano y de aspecto ratonil, dueño de una pequeña tienda de antigüedades apenas visible para los que caminaban por las calles de El Cairo. Había algo en la mirada de aquel vendedor que era capaz de transmitir una legendaria sabiduría. En cuanto Buitrago le dijo lo que había venido a buscar, aquel hombre lo guío hasta el fondo de su destartalada trastienda, donde le enseño un pequeño cofre cubierto de polvo. En su interior pudo ver un pergamino antiguo y un frasco transparente lleno de lo que parecía brea o resina.
—Este manuscrito es muy antiguo y vagamente está traducido a la lengua actual, puede que algunos términos tenga que estudiarlos antes para estar seguro de qué se tratan. —Le había dicho—. Nadie se ha atrevido a utilizarlo jamás, la leyenda cuenta que si envuelves un cadáver con esta brea y recitas este cántico del libro de los muertos, ese cuerpo jamás se descompondrá, conservando incluso la sangre en las venas, para de esta manera poder resucitar en el otro mudo. Aunque para eso, a parte de la brea, usted necesitará unos cuantos ingredientes más.
El cirujano lo dudó apenas unos segundos, para después ponerse manos a la obra. Definitivamente no tenía nada que perder. Solamente veía un problema, y era que en aquel frasco no había brea suficiente como para hacer un experimento previo, por lo que decidió probarlo directamente en el cuerpo de Claudia.
Una vez reunidos los ingredientes, extrajo a su esposa del tanque de nitrógeno y, una vez descongelada embadurnó, su cuerpo con el extraño potingue…
En aquel momento, otro rayo de lucidez cruzó la mente de Buitrago, ¿cómo podía haber caído tan bajo? Fiarse de un mejunje de vieja brujería podría estropear el logro de toda su vida, su logro y su orgullo, pero ya no le quedaba otra… Con el cuerpo empezándose a descomponer en la mesa de operaciones, y envuelto en una masa negra que olía a cilantro, el buen doctor se reía a carcajadas totalmente borracho en la esquina de la sala de operaciones, no le había hecho falta más presión para recurrir a los dulces líquidos de su mueble bar. Se reía de cómo se había dejado seducir por un cuento de hadas, y con las mismas, comenzó a esparcir sobre su obra el resto de ingredientes que faltaban.
Con la carcajada de su metedura de pata se levantó tambaleante y medio vomitando y puso las manos encima del cuerpo de su esposa mientras recitaba a modo de chiste las palabras traducidas del manuscrito. Ya daba igual todo, ahora era un hombre destrozado.
Enrique perdió el equilibrio cuando la masa se calentó tanto que empezó a humear y a convertirse en una especie de resina negra que empezaba a derretirse en el cuerpo de su esposa, que empezaba a convulsionarse. El doctor, estupefacto, retrocedió muy despacio hasta dar con la pared, dejándose caer al suelo mientras era incapaz de dejar de mirar lo que pasaba, escuchando los grotescos sonidos de un cuerpo que parecía estar empezando a funcionar de nuevo.
Con movimientos suaves y gráciles, Claudia volvió a ponerse en pie con su cuerpo goteante. El no se lo podía creer… Su esposa era la más bella y hermosa mujer que el mundo jamás podría observar. El doctor estaba sentado en el suelo, ahora tranquilo y sonriente, se sentía realizado mientras su mujer se acercaba a él con los pasos más delicados y femeninos jamás vistos por el ser humano, dejando tras ellos unas huellas negras como el alquitrán. Ya agachada a su lado, Claudia le susurró algo al oído, con la voz más dulces que unas cuerdas vocales perfectas pueden ofrecer:
—Gracias por devolverme a la vida, amor mío. Sabía que volverías a por mí… Ahora, deja que te lo agradezca…


No supo cuando tiempo había pasado, cuando despertó sobre su propia mesa de operaciones. Las articulaciones le dolían y una gran fatiga y dolor de cabeza se apoderaban de todo él.  Cómo pudo giró la cabeza para mirar a su alrededor, estaba solo, allí no había nadie… ¿Dónde demonios estaba Claudia? Sentía una gran necesidad de verla, y más aún después de incorporarse y ver que sobre su cuerpo aún quedaban rastros de la oscura brea, recuerdos de la pasión que habían desatado horas antes.
Con el cuerpo casi dormido por el frío, no pudo evitar vomitar en la papelera que había junto a la puerta, dónde también se encontraba un espejo de cuerpo entero.
Casi inconscientemente, Buitrago observó su reflejo en aquel espejo, un reflejo que no se parecía en nada al que había estado devolviéndole durante tantos años. Su cuerpo permanecía exactamente igual, incluso mantenía aquellas zonas más oscuras en las que había estado recibiendo el sol del desierto. Pero había algo en su cuerpo que no encajaba con lo demás, su rostro… Su juvenil y nuevo rostro que le devolvía una mirada cristalina, perfecta, hermosa… De no ser por esos tres malditos lunares que ahora rompían su simetría…



4 comentarios:

  1. No sé cuál sería mejor cirujano, si el doctor o su esposa, ja jaaa. Ahora que, después de semejante trato, obtuvo lo que se merecía
    Porque aquí tenemos el auténtico paradigma de la "mujer objeto". Me ha gustado tu relato, mezcla de magia y ciencia mitad a mitad. Y me ha traído fantásticas imágenes a la mente, como la peli de "La momia", o aquella vieja "Reanimator", de los ochenta. O la genial "la piel que habito", de Almodóvar. Genial, Ana, te felicito.
    Un fuerte abrazo

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    1. ¡Muchas gracias, Isidoro!
      Si, la verdad es que, aparte de la venganza de su mujer al coserle un rostro asimétrico, también intente decir con eso que así se lo haría, ya que ella no era cirujana, jajajaja, ¡dos pájaros de un tiro!
      Amigo, ¡si te dijera que no vas para nada encaminado con las imagenes que formaste en tu cabeza, ¿si te dijera que este relato se me ocurrió leyendo "el libro de los muertos" egipcio lo creerías? Si, si, me lo he leído de arriba a abajo durante años, y lo que más me llamó la atención del manuscrito fué un extraño hechizo según el cual se podía devolver a los muertos a la vida, tipo zombie, ¡cómo la momia! Eso me encanto, no pude evitar plasmarlo de alguna manera a la era moderna, y me alegro de que te haya gustado!
      ¡Un abrazo!

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  2. ¡Hola, Ana! Ya de vuelta veo que agosto te ha resultado fructífero en relatos... cosa que me encanta. Este es uno de esos relatos que yo disfruto de verdad. Una historia de terror tipo "Historias de la Cripta", una lectura deliciosa, entretenida con esa expectativa de cómo terminará. Con esa maestría tuya para narrar y ser verosímil. Como en todos tus relatos se percibe un enorme trabajo de documentación detrás. Un verdadero placer para los que nos gusta el género fantástico. Un fuerte abrazo!!!

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    1. ¡Hola, David! Que alegría verte de nuevo por aquí, por los blogs de la gente pobre, jajajajaja. ¡Bienvenido de nuevo¡
      Si que es verdad que el verano me ha resultado másnque fructifero, lo único que lamento es no poder compartir todo lo que mi cabeza ha creado, aunque bueno, ya lo iré haciendo poquito a poco. ¡Espero no dejarme nada atrás!
      Me imaginaba que te gustaría este relato, que ha resultado ser una buena mezcla de terror, fantasía y ciencia ficción que me dejó muy satisfecha cuando lo terminé. ¡Te mentiría si te dijera que, entre otros, no me han inspirado algunos de tus escritos¡ Sobre todo algunos de esos con su toque macabrillo, aunque ya lo intuirías al, leerlo, ¿Verdad?
      Prometo volver con otra de las historias de este obsesivo médico... ¡Un abrazote bien fuerte, amigo! Y que la inspiración te acompañe en tu nueva novela!
      MUAC!!

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