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lunes, 30 de julio de 2018

El perro del infierno


¡Hola a todos!
Lo prometido es deuda, y aquí os dejo el relato que me inspiro esa magnifica ilustración del lobo Fenrir, esa enorme fiera de la mitología vikinga al que ni siquiera las cadenas Gleipnir, forjadas por los Alfes negros, fueron capaces de contener. ¡Espero que lo disfrutéis!


EL PERRO DEL INFIERNO.

Cuando nuestros padres nos dijeron aquel veinte de julio que pasaríamos una semana en casa de los abuelos, en Mortown, no me lo podía creer. Ya hacía cinco años desde la última vez que fuimos, algo normal, ya que viven casi en la otra punta del país, y mi hermano y yo ya contábamos con once y doce años respectivamente. En un principio, aunque no puedo negar que me hiciera ilusión, pensé que podría aburrirme un poco, ya que en cinco años la personalidad de una niña cambia bastante, pero aquella idea no tardó en irse de mi cabeza, también la idea de ver a Bobby me llenó de ganas de llegar.

Bobby era el perro de mis abuelos, no era el primero que tenían ya que, desde que se conocieron de jóvenes, siempre había habido un can en sus vidas. El amor por estos inteligentes animales fue lo que los unió. Recuerdo a muchas de sus mascotas, pero sobre todo al predecesor de Bobby, un gran perro, que sin duda debió de tener algo de sangre de mastín en su cruce, llamado Nerón. Nerón era u perro enorme, el mayor que yo hubiera podido ver jamás. Su pelo era largo y suave, y su rostro poseía una expresión eterna de bondad y ternura. La última vez que lo vi, perfectamente hubiera montado sobre su lomo cómo si fuera un pony, dato que doy para que os hagáis una idea de lo grande que llegó a ser.
Llegamos a Mortown alrededor de las cuatro de la tarde. Mis padres se fueron enseguida, ya llegaban tarde al aeropuerto para coger el vuelo que los llevaría a sus tan ansiadas vacaciones anuales sin niños, como siempre. Pero apenas nos dimos cuenta de aquel detalle, ya que mis abuelos nos recibieron con tanto alboroto que apenas nos dimos cuenta de que se habían ido.
Bobby también se acercó a saludarnos, estaba precioso, grande y con el pelo tan negro y brillante que casi parecía de terciopelo, aunque su estatura de adulto no superara apenas mis rodillas. Bobby era un labrador retriever, al que entonces, mi hermano y yo sólo habíamos podido ver una ocasión anterior, durante las navidades pasadas, cuando nuestros abuelos vinieron a nuestra casa a celebrar las fiestas. Recuerdo que no era más que una bolita negra de nariz rosada y ojos soñadores, rápidamente me calló bien.
Mis abuelos y Bobby nos siguieron a los maizales que daban a la parte posterior de su casa, el recuerdo de jugar al escondite con mi hermano y alguno que otro de mis primos entre su “maleza” siempre será uno de los más felices para mí. Aquellas plantaciones eran enormes y además prácticamente se juntaba con la de los vecinos, haciendo que ante nosotros pareciera abrirse un “desierto” infinito de maíz.  El de mis abuelos contaban con dos o tres espantapájaros, y aunque estos últimos habían sido necesarios y estaban allí por mano y obra de mi abuelo, nunca pude evitar pensar que tenían un aspecto un tanto siniestro, no sé… Quizá fueran aquellas camisas roídas o los rostros sonrientes pintados sobre el saco que formaba sus cabezas, y que con el tiempo y la lluvia se habían ido emborronando haciendo de aquella sonrisa una mueca extraña, como una sonrisa siniestra…
Nada más soltar nuestras cosas en nuestras respectivas habitaciones, bajamos a merendar esas deliciosas galletas de mantequilla y vainilla que a mi abuela tanto le gustaba preparar. ¿Resultado? ¡En el plato no dejamos ni las migas! Después acompañamos a nuestros abuelos a dar su paseo de la tarde, el cual incluía la parada y paseo por el parque que tanto le gustaba a Nerón y, sin duda, a Bobby también. Aquel parque era enorme llamado Morton Parck, y prácticamente ocupaba toda una mitad de la ciudad, aunque aún más enorme de lo que yo lo recordaba. Una primera zona, traspasada la puerta principal, formaba una gran explanada de un impecable verde, como el de los campos de golf, y en su centro, una hermosa fuente de piedra con una escultura en su centro. Esta escultura siempre me pareció algo extraña, ya que representaba un ángel, pero este parecía triste y miraba al suelo pareciendo llorar. Sus alas estaban agachadas, como apagadas, y su cuerpo entero estaba cubierto por lo que parecía una túnica oscura. No pude evitar quedarme pasmada al verla de nuevo, igual que me había pasado con el parque, aquella estatua parecía ser más grande aún de lo que yo recordaba, y el tiempo y la humedad la habían dotado de partes verdes, como líquenes y moho que la cubría, haciéndola aún más siniestra si cabe a mis ojos. Bobby se acercó rápidamente a la fuente, empinándose sobre sus patas traseras y acercando su cabecita al agua. Al beber formó hondas que mecieron los nenúfares que cubrían la superficie del agua en casi toda su totalidad. Fue la llamada de mi abuelo la que me hizo salir del trance que me produjo el movimiento de aquellas plantas acuáticas. El paseó seguía por una parte más oscura, precedida por otra fuente, mucho más pequeña y más alegre, con la figura de un perro en el centro. Aquella fuente era perfecta para que mi hermano y yo diéramos unos tragos de agua, que nos pasó por la garganta como una bendición. Justo detrás del surtidor se habría un camino que daba paso a una de las zonas más oscuras del lugar, y junto a él, había un pequeño cartel que rezaba: “el último parque”.  No era muy común que mis abuelos incluyeran esa ruta en sus paseos con Bobby, ya que un cementerio de animales ocupaba dos hectáreas de dicha zona, la más arbolada de todo el parque, y a la que apenas llegaba la luz del sol. Para ellos, aquel era un sitio especial, aunque también triste, ya que allí descansaban sus tres últimas mascotas; Margot y Balín, dos pequeños pinscher a los cuales ni mi hermano ni yo apenas llegamos a conocer, y Nerón. Sus tumbas eran hermosas, adornadas y coronadas por tres cruces, siendo la de Nerón la más grande de todas. Sus placas identificativas colgaban de ellas, no pude evitar soltar una lágrima.
—No te pudiste despedir de él. —Me dijo mi abuela cariñosamente, secando la lágrima que ya resbalaba por mi rostro. Fue entonces cuando me di cuenta de porqué nos habían llevado a aquel lugar—. Pensé que querrías saber dónde está.
—Sí, abuela. Muchas gracias por traerme aquí, nunca habíamos venido a esta parte del parque.
–Bien, ahora vamos a un sitio más divertido. ¿Quieres jugar, Bobby? —dijo revolviendo el oscuro cabello de la cabecita del perro.
Aquel parque era sencillamente espectacular, y grande… A pesar de la estatua escalofriante de la entrada, el lugar era ideal para pasar esas tardes de domingo con toda la familia. De hecho, varias familias del pueblo se juntaban y preparaban picnics para disfrutar de aquella soleada tarde. Docenas de niños y perros corrían de aquí para allá, revolcándose entre los montones de hojas secas, y lanzando y recogiendo pelotas. Pasamos una buena tarde.
Al día siguiente repetimos en el mismo lugar, incluso hicimos amigos de nuestra edad, los hijos del matrimonio de la casa de al lado, Helena y David. Ambos estaban en los mismos cursos de nosotros, y entre eso y las mascotas, no tardamos en encontrarnos en el pueblo como si nunca nos hubiéramos ido, como si realmente fuéramos todos los veranos. A mis abuelos les gustaba pasear por una ruta ciclista bastante transitada, a su edad les venía bien, y nos entreteníamos con las charlas que aprovechábamos para tener con nuestros nuevos amigos. A Helena también le encantaba leer y dibujar, algo que me alegro bastante, ya que en mi colegio no suele haber chicas a las que les gusten los libros. Realmente, aquel parque era mi lugar favorito de todo Mortonw, e intuía que el de mi hermano también.
Así pasaron cuatro días, sin duda los mejores del verano. Pero llego el viernes y, después de merendar y ya preparándonos para ir de paseo al parque, vimos cómo Bobby se encogía, se alejaba de la puerta y se acurrucaba en su camita junto a la chimenea.
Era cierto que había bajado mucho la temperatura, bastante, diría yo. Durante los cuatro primeros días que llevábamos allí, la temperatura había sido bastante agradable, pero aquella tarde hacía frío, tanto que incluso nos apeteció sentarnos frente a la chimenea junto a Bobby.
El perrito estaba raro, y antes de que nos diera tiempo a preguntar qué era lo que pasaba, mi abuelo entró en el salón.
—Hoy no iremos al parque, chicos. Dentro de un rato sacaré a Bobby por la parte de atrás —dijo con tono sombrío, sentándose en su sillón junto a la ventana.
–¿Por qué? —pregunté yo—. ¿Es por el frío?
—No… Ana. No es por el frío.
—¿Entonces? —Yo no comprendía nada.
—Los viernes todos nos quedamos en casa, nadie sale de casa a partir de las siete de la tarde. Es una especie de toque de queda. —Mi abuela entró en el salón, también parecía triste, o frustrada. Lentamente dejó un plato de galletas de vainilla sobre la mesa y se sentó sobre mi abuelo.
—¿Un toque de queda? ¿Y por qué razón? —pregunté—. Nadie fija un toque de queda si no es por algo peligroso.
Mis abuelos intercambiaron una mirada de asombro, yo ya no era una niña a la que le pudieran ocultar las cosas fácilmente aunque, a decir verdad, tras aquella mirada no pude evitar sentirme culpable por meter las narices donde no me llaman.
Mi abuela se removió en su asiento, era evidente que estaba incómoda.
—Lo siento, abuela. —Me disculpé—. A veces me paso de cotilla.
—No hija, no pasa nada… Os contaremos la verdad, ya vais siendo mayores para saber ciertas cosas.
—Eso, y que no queremos aguantaros preguntando cada dos por tres —carraspeó mi abuelo, sacando por primea vez en cuatro días ese lado cascarrabias que siempre tuvo, pero que a mí me encantaba.
Mi hermano y yo nos giramos hacia ellos. Tras un profundo suspiro de resignación, mi abuelo empezó a narrar:
—Todo sucedió hace cinco años, Nerón aún estaba con nosotros. Empezó como una noche de viernes cualquiera, íbamos caminando por el parque con los Cooper durante nuestro paseo de última hora, y se nos había hecho más tarde que de costumbre. De repente, la temperatura bajo misteriosamente, igual ir hoy. Aquel cambio de tiempo no nos alertó mucho, podría tratarse de algo normal, algo que ver con el cambio climático y esas cosas, pero lo que si hicimos fue acelerar nuestros pasos para llegar antes a casa.
>>Nosotros íbamos caminando, y los perros iban sueltos atrás, jugando por el camino, cuando llegamos e esa zona más frondosa y oscura de Morton Parck, esa donde el camino cruza su lado más oscuro, cerca del cementerio. Los perros corrieron hacia ella, aquello tampoco nos asustó, hasta que vimos la niebla… Una niebla casi invisible al principio, pero que no tardó en hacerse densa, hasta ser casi como una tela de araña que rodeaba los primeros arbustos. La temperatura bajo aún más, tanto que llegue a cubrirme los brazos con las manos, y empezamos a llamar a los perros. Nerón acostumbraba a atender rápidamente a mi primera llamada, sobre todo al oír el silbato de alta frecuencia, pero aquella vez no lo hizo, haciendo falta tres o cuatro frutos más para que volviera. Cuando apareció lo hizo corriendo, seguido por el perro de los Cooper, ambos visiblemente asustados. Llevaban las orejas gachas, el lomo espinado y las colas entre las piernas, corriendo hacia nosotros entre quejidos de llanto y miedo. Los dos se ocultaron tras nosotros, parecían esconderse de algo, y no dejaban de mirar hacia los arbustos, allí donde parecía nacer la niebla.
>>Nosotros seguimos la mirada de los canes, lo que aquella noche vimos todavía no lo podemos creer… Aún hoy todavía lo recuerdo y me pongo a temblar….
>>Era un perro enorme, o no sabría decir si un lobo, que nos miraba con ojos amarillos desde el otro lado de las ramas. Su silueta se camuflada con la  oscuridad, y apenas pudimos  distinguir el límite  de su cuerpo con el de los árboles, pero por el tamaño de sus ojos y de su cabeza, pude calcular que más o menos sobrepasando fácilmente el tamaño de Nerón por cinco o seis veces.
>>En seguida quisimos huir, salir corriendo de aquel lugar, pero no pudimos, ninguno de nosotros se movió…. Era como si una fuerza espectral se hubiera apoderado de nosotros. Aquel enorme can dio dos zancadas al frente, sus grandes zarpas dejaron unas gigantescas y profundas huellas en el suelo, en las cuales bien podría haber cabido un neumático. A medida que avanzaba hacia nosotros, lenta, muuuuy lentamente, la temperatura seguía bajando, como si la propia bestia trajera el frío con ella, y su pelo brillaba a la luz de la luna, casi resplandecía, o quizá era esa aura sobrenatural que lo rodeaba.
>>El aliento nos abandonó, creo que incluso también a nuestras mascotas, cuando aquel enorme perro se detuvo y miró hacia atrás, como esperando a alguien, a su dueño…
>>Una silueta humanoide, igualmente gigantesca, surgió igualmente de la maleza. En aquel momento teníamos tanto miedo apenas pudimos apreciar nada en ella, solamente unos ojos, o lo que nosotros creímos unos ojos, rojos, grandes y amenazantes como los hornos del infierno…
>>Los cuatro salimos corriendo tanto como nuestras piernas nos permitieron, seguidos por nuestros perros, que no dudaron en adelantarnos por el camino, presas del pánico animal que aquel ser había causado en ellos. No volvimos la vista atrás.
Mi abuelo terminó su relato dándole una tierna caricia a Bobby, que le respondió con una lametada.
Yo miré a mi hermano, sus ojos estaban muy abiertos y sus puños apretados, expectante, como si acabara de escuchar la mejor historia de terror de todos los tiempos. Por mi parte, y a pesar de la sensación y el temor que me había causado la historia, no pude evitar preguntar:
—Entonces… ¿No saldremos esta noche?
Aquella vez fue mi abuela la que contestó…
—No, hija… El viernes es su día, hoy le toca salir sólo a él… Al perro del infierno…

2 comentarios:

  1. Es uno de esos relatos que te deja la desazón de no saber más... como esos que todos hemos oído alguna vez de boca de nuestros abuelos. Esos que crean un lugar maldito al que es mejor no ir, un día siniestro en el que es mejor no salir... Y que también nos dejan el poso de la curiosidad, de comprobar por nosotros mismos si lo que nos contaron es real. Que levante la mano si alguien no se ha dejado llevar por una de esas historias de miedo para hacer alguna excitante excursión fantasma, ja ja.
    Destaco sobre todo la ambientación y la introducción del relato y te ofrezco un pequeño consejo: vigila las repeticiones. Te pongo algún ejemplo: "nuestras cosas en nuestras respectivas habitaciones",
    "Y en su centro, una hermosa fuente de piedra con una escultura en su centro"
    Encantado de volver a leerte. Sé que has publicado algo más, así que, en breve, me verás de nuevo por aquí
    Un beso grande

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    1. Siiii, ¿Quién no se ha estremecido alguna vez con esos relatos, verdad? Y esos nervios que se sientes después cuando quieres ver y saber por ti mismo. La mente de un niño es insaciable, ¡pero la de los adultos creo que lo es mucho más!
      Que bueno que te haya gustado la ambientación, ya que no me he inventado para nada ese parque, existe de verdad, pero con otro nombre, "Hyde Parck", el cual me supongo que conocerás. Nunca había visto un parque tan enorme y hermoso como ese, 'lo tenia que meter en algunos de mis relatos! Y ya el cementerio de mascotas fué el remate... Sólo el nombre ha salido de mi pluma.
      ¡Muchas gracias por tus consejos una vea más! Ya sabes que todos los consejos que me podáis dar serán bienvenidos por aquí! Los tendré en cuenta.
      ¡Un abrazote!

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