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jueves, 26 de noviembre de 2020

Donde vive el horror

 Donde vive el horror.

Los casos más extremos y sobrecogedores de asesinos en serie que escuchamos se nos antojan, de alguna manera, muy lejanos en el tiempo, como el de Jack el Destripador. La sola idea de un asesino de época se nos hace realmente irresistible a la hora de contar la historia de estos sujetos. Imaginar esas calles adoquinadas, aún iluminadas por farolas de aceite, nos produce más escalofríos que las calles llenas de supermercados y luces cegadoras. La oscuridad siempre fue una importante aliada para los depredadores…

 

Uno de los callejones del Distrito de Whitechapel en la actualidad. Aún hoy parece posible ver la silueta de Jack perdiendose en ellos.

 

Siempre me he sentido atraída por el crimen, no sé por qué. No por esos asesinatos feroces que muchas veces salen en la televisión, o esos casos en los que alguien acaba con la vida de otro alguien por un simple tema de venganza, de envidias o de dinero. No, lo que a mi verdaderamente me apasionan son aquellas mentes que son capaces de urdir hasta los planes más complejos para acabar con alguien, sin que nadie se entere o para culpar a otro. ¿Cómo puede alguien vivir con el hecho de que ha matado a un semejante? Es algo que aún hoy, y creo que nunca, podré comprender.

Algunos investigadores consideran que el crimen es un arte. Yo no creo eso, todo lo contrario. El crimen es el máximo exponente de la maldad del ser humano, es la muestra clara y fehaciente de cómo es nuestro lado oscuro, ese lugar intrincado y profundo de nuestro cerebro, que a veces activa resortes, y esos resortes provocan que determinados especímenes de nuestra raza actúen de manera increíble, inverosímil, incluso surrealista… El crimen siempre ha acompañado al ser humano, desde los primeros albores de nuestra existencia, siempre ha estado unido a nosotros, desde que al primer neandertal se le ocurrió coger una piedra y atacar con ella a un semejante, ya desde entonces se hablaba de criminales, de psicópatas… Los psicópatas no son enfermos, son simplemente seres oscuros, funestos, malvados… ¿Por qué actúan los psicópatas? Eso es algo difícil de entender, y sobre todo de explicar. Por eso, con este relato intento ahondar, profundizar e indagar en los diferentes motivos de un asesino de la mano de uno de nuestros semejantes más extraños y oscuros de nuestra historia.

 


112 Ocean Avenue. 

Amityville, Nueva York.

 

Una noche más sin poder dormir, mirando el reloj y viendo pasar las horas sin poder remediarlo. Ya había perdido la cuenta de las noches que había pasado en vela durante los últimos meses, desde que empezó todo, ¿o es que quizá estaba perdiendo la cabeza? ¿Sería mi conciencia la que, de alguna manera, no me dejaba descansar? Quién sabe… Pero aún así, todo empezó y terminó, de alguna manera, con la aparición de aquella voz… Una voz extraña, grave, fuerte, pero lejana a la vez, como si se tratara de algún titán, encerrado en algún lugar, y al cual solo yo podía oír.

Muchas veces me llamaba, pero yo lo ignoraba, al menos al principio, cuando solo pensaba que eran efectos de la marihuana. La hierba puede jugarte muchas malas pasadas, sé lo que me digo…

Al principio solo era una voz, pero no muchos días después, una sensación de asfixia la acompañó, adueñándose de mis entrañas, de las que pareció coger el control. Fuertes jaquecas, mareos, diarreas y dolores de estómago fueron apareciendo en mi cuerpo, el mismo que siempre había sido fuerte y sano ahora se retorcía de dolor durante las infinitas noches, perseguido de susurros amenazantes.

“Haz lo que te pido y tus males desaparecerán…” Había prometido aquel ser que me perseguía.

Al principio me mostré reacio a obedecer, pero el dolor insistente y agudo terminó por obligarme a sucumbir a sus deseos.

Yo mismo, cuidándome de que ningún otro miembro de la familia se percatara, me procuré ocultar en un pequeño hueco detrás de la escalera del sótano, un espacio no más grande que el del descansillo, cuyas paredes no tardé en teñir de rojo en un intento de ocultar su oscura función.

Según aquella voz, la sangre que se filtrara en aquel suelo, procedente del sacrificio de determinados animales en su honor, le daría la fuerza suficiente que un día le arrebataron.

Al conocer aquel dato, no quise saber nada más, negándome a hacer más preguntas, que por otra parte solo respondía cuando quería, ignorándome cuando hablar conmigo no le proporcionaba ningún tipo de beneficio.

Ante lo mal que me sentía, no tardé en llevar a cabo el primer sacrificio animal, allí, en aquel cuarto rojo, cuyas paredes ayudarían a ocultar la sangre de los sacrificios. En un principio, me dispuse a entregar perros, sobre todo callejeros que vagaban sin un lugar fijo al que ir, pero en seguida los descarté pues, por mucho dolor que padeciera, no me veía con el valor suficiente de matar a tan noble animal, por lo que me limité a sustraer algunos lechones, verter su sangre sobre el suelo de arena. Tras aquellos actos, el alivio y el bienestar se apoderaban tan fuertemente de mí que no tardé en hacerlo más a menudo de lo que el titán me exigía, pasando de hacerlo una vez por semana, a todos los días.

La zona del embarcadero era perfecto para deshacerme de los cuerpos deshidratados. Su distancia de la casa no permitía ver con claridad aquel punto, y por las noches mucho menos… Ni siquiera desde las ventanas mal altas ninguno de mis hermanos llegó a ver nunca nada extraño.

Poco a poco, y con el paso de los días, fui sintiéndome mejor. Aquel ser me acompañaba más que nunca, me sentía seguro entre aquellas paredes, como si de alguna manera, ellas protegieran a la fuerza latente que encerraba en su interior.

El sótano era el lugar de la casa en el que más fuerte era la presencia, pero a mí me gustaba subir a la tercera planta. El mismo desván, el rincón de la casa que tenía el privilegio de recibir los últimos rayos del sol antes de que este se retirara hasta el día siguiente, bañando de dorado el papel pintado que cubría la pared, el mismo que rodeaba sus grandes ventanas, que me miraban como si fueran los ojos del ser que me hablaba, el mismo que me había devuelto la salud, las ganas de vivir y la felicidad de mi familia. A aquellas alturas, y dado a que había recibido de su parte a cambio mis sacrificios animales, solo había alguien a quien pudiera pertenecer aquella voz, aquel ser grandioso y omnipotente del que ni siquiera me sentía digno de que me hablase; Dios, no podía ser otro que Dios… Y estaba allí, en mi hogar, en la morada de mi familia, hablándome a mí…

Otro día como tantos, subí al desván y me senté ante aquellas grandes ventanas, con un porro de marihuana en la mano, y saludé:

—Hola —dije sonriendo, me gustaba mirarlo a los ojos.

“Hola, Ronnie…” Aquella voz cavernosa no tardó en contestar. “Hacía días que no estabas tan contento”.

—Es cierto —dije dando una profunda calada—. Son unos días tranquilos. Mi madre ya se apresura con las primeras compras de Navidad.

“Es una mujer previsora, ¿ya tienes pensado algún regalo para ella?”

—Lo cierto es que no, no lo había pensado.

“¿Te apetece hacerle un regalo que no olvidará jamás?”

—¡Por supuesto! ¿A qué hijo no?

Hubo un largo silencio, aquella voz no volvió a hablarme hasta que ya tenía el cigarro prácticamente consumido.

“En realidad, hay algo que puedes hacer. Pero no solo sería un regalo para tu madre, sino para toda tu familia.”

—¿De qué se trata?

“Haz que haga posible mi crecimiento. Hice que tú te sintieras mejor cuando estuviste a punto de morir con los dolores, haz que todo aquel que crea en mí pueda sentir lo mismo que tu… Antes solo necesitaba sangre animal en aquel rincón del sótano, ahora necesito que sea toda la casa… Haz que tu familia pueda entrar en el paraíso con el privilegio que conlleva el sacrificio por los hermanos…”

 

                                        Arresto de Ronnie Dfeo en su casa de Amityville el 14 de Noviembre de 1974.

 

sábado, 14 de noviembre de 2020

Frío

 


El taxi me había dejado bastante lejos, por lo que aún me quedaban unos cinco kilómetros por recorrer a pie antes de llegar a casa. Para mí, aquello no supuso ningún inconveniente, me gustaba caminar y conocía aquellos bosques como la palma de mi mano. Además, me vendría bien para despejarse un poco, y me encantaba el frío...

Mi abuela, nativa Cree de ochenta y siete años, estaba enferma en el hospital. Aquel dichoso virus que desolaba el mundo había llegado hasta nuestro hogar, en una pequeña reserva situada en un rincón de los bosques de Denver. Ya hacía más de dos semanas que le duraba la fiebre,  por lo que no tuvimos más remedio que trasladarla a la ciudad, en la que probablemente tendría que permanecer varios días, acompañada de Tayen, mi hermano mayor. También nos habíamos visto obligados a dejar el único coche que teníamos, una vieja furgoneta que apenas ya lograba arrancar, en la puerta del hospital por si acaso surgía otro inconveniente, mientras, yo volvería a la reserva. Probablemente, los demás ancianos ya me estarían esperando para que les diese las nuevas.

Al bajarme del coche, había podido ver que el sol ya estaba siendo tragado por el horizonte, perfilado por las altas y puntiagudas copas de los abetos, que aún le daban más el aspecto de una boca temible que se tragaba al gran astro. Casi una hora después, ya reinaba la oscuridad total.

Al mirar hacia abajo me costaba ver mis deportivas, ya casi cubiertas por un manto de oscuridad, pero no me importaba, ya había recorrido aquel camino tantas veces que incluso me atrevería a hacerlo con los ojos vendados sin tropezarme con una sola raíz. Las primeras nieves todavía no habían empezado a caer, pero el frío aumentaba a medida que avanzaba, un viento helado empezaba a mecer las ramas más altas a mi alrededor y una fina niebla empezaba a bajar de las montañas, cubriendo el suelo del camino, esparciéndose como una tela de araña.

Una vez hube dejado atrás los ecos del rugiente río que bordeaba el lugar y cruzado el puente que separaba nuestras tierras de las del resto del mundo, supe que estaba cerca.

Como si de un imán se tratara, el tótem en forma de águila que indicaba la entrada a la reserva atrajo mi mirada. Con paso lento, me acerqué a aquel claro en el que se encontraba, y encendí mi linterna.

Aquel símbolo me encantaba, y sabía que seguramente fuera la última vez que lo viera antes de que la nieve lo enterrara. Era tan grande que hacían falta al menos diez hombres con los brazos abiertos para rodearlo. No sabía cuántos años tenía, pero toda la reserva entera se había encargado siempre de cuidarlo, mantenerlo, y mostrarlo con orgullo. En la cultura Cree, creemos que el águila tiene una conexión especial con el cielo espiritual al volar tan cerca de él y ver mejor que los demás pájaros, un puro símbolo de honor, fuerza, sabiduría, libertad…

Lo rodeé varias veces lentamente, sin dejar de iluminarlo con la linterna, recordando la primera vez que mi abuela, siendo yo niño, me había llevado a aquel lugar. Ella siempre fue una mujer muy fervorosa con aquellos temas, la persona más espiritual que he podido conocer jamás, y la que me enseñó en su día a amar y a convivir con la naturaleza como sólo los Cree lo hacen. A pesar de haber crecido rodeado de las múltiples creencias de mi pueblo, que aún respetaban a pesar del avance de los años, nunca había creído en algo que no pudiera ver con mis propios ojos, pero me encantaban aquellas historias y, además, siempre creí que el conocerlas y respetarlas me hacía, de alguna manera, valorar más otras cosas que de otra manera hubieran sido completamente invisibles para mí.

Aquellos recuerdos me hicieron sonreír, pero aquella feliz expresión me duró poco, pues también recordé ese intenso halo de tristeza que siempre la rodeó. Mi madre siempre me contó que ella estaba así desde que mi tío, al que yo nunca llegué a conocer, se perdió en las montañas durante un duro invierno cuando fue a cazar. Nunca encontraron su cuerpo, y mi abuela nunca superó aquel oscuro suceso. Me costaba reconocerlo pero, últimamente, yo mismo me estaba sintiendo tan triste como ella, no sabía el motivo, posiblemente fuera solo una sensación, pero no podía evitar sentir una gran apatía desde hacía ya unos meses.

Con un último gesto de respeto, abandoné aquel lugar y proseguí mi camino. La luz de la luna llena era suficiente como para iluminar aquel camino que me conocía a la perfección pero, aún así, mantuve la linterna encendida, algo que hasta el día de hoy sigo agradeciendo… Pues apenas doscientos metros después, lo empecé a oír.

Era un sonido cercano, como un quejido o lamento de dolor, acompañado de unos extraños crujidos, como el de los huesos al romperse, y parecido al que hacen los osos al comer. Rápidamente pensé que se trataba precisamente de aquello, de un oso devorando su cena pero… Ya hacía bastante frío, y el invierno estaba lo suficientemente avanzado como para que los últimos de aquellos rezagados peludos se hubieran retirado a hibernar.

De repente, el sonido cesó, y yo me quede parado, quieto como una estatua en medio del camino. No quería que aquello, lo que fuera, se percatara de mi presencia. Empecé a caminar con cuidado, con pasos lentos que se hundían en la neblina.

No había avanzado más de dos metros cuando mis pies toparon con algo. Con un respingo, apunte la linterna hacía el suelo; había pisado una escopeta de caza.
A pesar de ser una reserva privada, algunos cazadores se colaban en ella en busca de buenas piezas. A nosotros no nos importaba, ya que se trataba de pocos cazadores y, además, sabíamos de primera mano que le darían un uso digno a todo aquello que se llevaran de allí. Prácticamente, conocíamos personalmente a todos aquellos cazadores, les habíamos dado nuestro permiso para cazar allí, solo había algo que aún nos molestaba, y era que se colaban en nuestras tierras en las épocas de invierno, de ventisca y frío, a pesar de que le habíamos advertido hasta la saciedad que no lo hicieran. En realidad, aquello era algo que yo siempre había relacionado con nuestras costumbres nativas, el caso era que, por alguna u otra razón, yo nunca había incumplido aquella norma.

Recogí aquella escopeta con temor, pero antes si quiera de poder incorporarme, aquel sonido volvió. Rápidamente, apunte con mi luz hacia el lugar del que provenían, para encontrarme con el horror...
Tirado en el suelo y con su diestra estirada, sin duda en un último intento de alcanzar el arma, había un cazador, Darryl, un hombre de Denver al que conocíamos bien, gimiendo de dolor.
Al verme, Darryl gimió con más fuerza e intentó levantar sus brazos, parecía estar mal, parecía estar muriendo... Sin dudarlo, di dos pasos hacia el con la intención de ayudarlo, pero me detuve en seco al darme cuenta de que no estaba solo. Alce un poco la luz, y observé...

Un ser extraño, extremadamente alto, se encontraba inclinado sobre el hombre, sus manos eran grandes, de dedos largos y ennegrecidos. Una de aquellas manos estaba totalmente hundida en el pecho abierto de Darryl, el olor a cobre se intensificó cuando, tras un último gemido de su víctima, aquella cosa comenzó a sacar la zarpa de aquel torso, en la que sujetaba el corazón, aún palpitante, del desgraciado cazador. Al ver aquello me quede congelado, todavía apuntando con la linterna a aquella cosa. Quise gritar, pero de mi garganta apenas escapó un gemido inaudible.

Aquel ser se alzó, y me miró. Su altura era espectacular, prácticamente, su cabeza llegaba a las primeras ramas de los altos abetos. Al fijarme un poco más en él, pude ver que portaba una especie de máscara, formada por un cráneo de ciervo, cuyas astas la coronaban dotándolo de un aspecto aún más aterrador. Tras las cuencas de aquel cráneo pude ver la luz de sus ojos, una luz maligna, roja como la sangre y brillante como dos rasas incandescentes.

Yo seguía sin poder moverme, pero parecía que aquella cosa tampoco lo hacía, manteniendo una distancia de al menos cinco metros de mí. De la impresión, la linterna cayó de mi mano, y casi con un acto reflejo la volví a recoger. Al volver a levantarla hacia aquella cosa, pude ver con horror que estaba más cerca de mí, a menos de tres metros. ¿Acaso estaba huyendo de la luz?

Con la poca valentía que me quedaba, di dos pasos hacia él, levantando aún más la linterna. Para mi sorpresa, él retrocedió, dejando caer el corazón del desgraciado Darryl. Di un paso más, y aquella cosa, produciendo un grave sonido de rabia, se perdió en la oscuridad.

Al verlo desaparecer, eché a correr sin volver la vista atrás. Sabía que si aquella cosa me seguía no tendría escapatoria. Con unas piernas el doble de largas que las mías, me daría caza en seguida, por eso pensé en tomar una desviación del camino, en lugar de entrar en la reserva, aún lejana, iría hacia la cabaña del guardabosques, que por aquellas fechas ya se encontraba vacía.

Mi corazón saltó de alegría cuando la vi emerger de la oscuridad. De una patada abrí la puerta y coloqué un butacón para atrancarla de nuevo. En otro momento, no hubiera creído posible que yo solo pudiera mover aquel mueble, pero estaba aterrado…

Si aliento, me dejé caer sobre él. Mis nudillos estaban completamente blancos de la fuerza con la que aún sujetaba la linterna. La solté. ¿Qué había sido aquello? ¿Había sido fruto de mi mente cansada? ¿Era un monstruo, otro cazador? ¿Quizá algún animal que no conocía? No, era algo más…

De repente, como si me hubieran dado una bofetada, vi el verdadero motivo por el que mi pueblo le decía a los cazadores que no se adentraran en el bosque en aquellas fechas. ¿Eran reales las historias que contaban? ¿Acaso existían todas aquellas criaturas de las que siempre me había hablado mi abuela?

Rebusqué en mi memoria, intentando recordar algunas leyendas, historias que contuvieran alguna criatura que se pareciera a lo que había visto, en un intento de buscar una explicación a lo que acababa de ver. Solo uno de aquellos fantásticos seres encajaba con la descripción de gigante y cuernos de ciervo, del que mi abuela me habló en muchas ocasiones:

—Es el antiguo espíritu de las montañas altas, ¡es feroz! Es un hambre que no se puede calmar, una rabia que no se puede controlar... Baja de las montañas durante las noches más oscuras para alimentarse de carne humana cuando llega el invierno, cuando callan los ríos… Cuidado con el Wendigo, que trae el frío.

Al recordar aquellas palabras, comencé a buscar desesperadamente en los cajones, intentando dar con alguna vela con la que poder iluminar la cabaña. En total, encontré unas siete, las prendí, y las coloqué en el alfeizar de la ventana principal. El terror que sentí al ver como caían los primeros copos de nieve nunca lo podré describir.

Acurrucado como un niño en el rincón más alejado al ventanal en un intento de ocultarme de aquel monstruo, miré la chimenea, también podría encenderla, pues su luz espantaría con más fuerza a aquel ser. Pero no sabía dónde estaban las pastillas de encendido, y mi miedo era tal que decidí no moverme.

Tras varios minutos, no sé cuántos, me levanté del rincón algo más calmado, y me volví a acercar a la ventana. Mi corazón se paró cuando, parada justo delante de mi puerta, volví a ver a aquella alta figura de largos dedos y coronada con astas.

 

 

Continuará...