El taxi me había dejado
bastante lejos, por lo que aún me quedaban unos cinco kilómetros por recorrer a
pie antes de llegar a casa. Para mí, aquello no supuso ningún inconveniente, me
gustaba caminar y conocía aquellos bosques como la palma de mi mano. Además, me
vendría bien para despejarse un poco, y me encantaba el frío...
Mi abuela, nativa Cree
de ochenta y siete años, estaba enferma en el hospital. Aquel dichoso virus que
desolaba el mundo había llegado hasta nuestro hogar, en una pequeña reserva
situada en un rincón de los bosques de Denver. Ya hacía más de dos semanas que
le duraba la fiebre, por lo que no tuvimos más remedio que trasladarla a la
ciudad, en la que probablemente tendría que permanecer varios días, acompañada
de Tayen, mi hermano mayor. También nos habíamos visto obligados a dejar el
único coche que teníamos, una vieja furgoneta que apenas ya lograba arrancar,
en la puerta del hospital por si acaso surgía otro inconveniente, mientras, yo
volvería a la reserva. Probablemente, los demás ancianos ya me estarían
esperando para que les diese las nuevas.
Al bajarme del coche, había podido ver que el sol ya estaba siendo tragado por el horizonte, perfilado por las altas y puntiagudas copas de los abetos, que aún le daban más el aspecto de una boca temible que se tragaba al gran astro. Casi una hora después, ya reinaba la oscuridad total.
Al mirar hacia abajo me costaba ver mis deportivas, ya casi cubiertas por un manto de oscuridad, pero no me importaba, ya había recorrido aquel camino tantas veces que incluso me atrevería a hacerlo con los ojos vendados sin tropezarme con una sola raíz. Las primeras nieves todavía no habían empezado a caer, pero el frío aumentaba a medida que avanzaba, un viento helado empezaba a mecer las ramas más altas a mi alrededor y una fina niebla empezaba a bajar de las montañas, cubriendo el suelo del camino, esparciéndose como una tela de araña.
Una vez hube dejado atrás los ecos del rugiente río que bordeaba el lugar y cruzado el puente que separaba nuestras tierras de las del resto del mundo, supe que estaba cerca.
Como si de un imán se tratara, el tótem en forma de águila que indicaba la entrada a la reserva atrajo mi mirada. Con paso lento, me acerqué a aquel claro en el que se encontraba, y encendí mi linterna.
Aquel símbolo me encantaba, y sabía que seguramente fuera la última vez que lo viera antes de que la nieve lo enterrara. Era tan grande que hacían falta al menos diez hombres con los brazos abiertos para rodearlo. No sabía cuántos años tenía, pero toda la reserva entera se había encargado siempre de cuidarlo, mantenerlo, y mostrarlo con orgullo. En la cultura Cree, creemos que el águila tiene una conexión especial con el cielo espiritual al volar tan cerca de él y ver mejor que los demás pájaros, un puro símbolo de honor, fuerza, sabiduría, libertad…
Lo rodeé varias veces lentamente, sin dejar de iluminarlo con la linterna, recordando la primera vez que mi abuela, siendo yo niño, me había llevado a aquel lugar. Ella siempre fue una mujer muy fervorosa con aquellos temas, la persona más espiritual que he podido conocer jamás, y la que me enseñó en su día a amar y a convivir con la naturaleza como sólo los Cree lo hacen. A pesar de haber crecido rodeado de las múltiples creencias de mi pueblo, que aún respetaban a pesar del avance de los años, nunca había creído en algo que no pudiera ver con mis propios ojos, pero me encantaban aquellas historias y, además, siempre creí que el conocerlas y respetarlas me hacía, de alguna manera, valorar más otras cosas que de otra manera hubieran sido completamente invisibles para mí.
Aquellos recuerdos me hicieron sonreír, pero aquella feliz expresión me duró poco, pues también recordé ese intenso halo de tristeza que siempre la rodeó. Mi madre siempre me contó que ella estaba así desde que mi tío, al que yo nunca llegué a conocer, se perdió en las montañas durante un duro invierno cuando fue a cazar. Nunca encontraron su cuerpo, y mi abuela nunca superó aquel oscuro suceso. Me costaba reconocerlo pero, últimamente, yo mismo me estaba sintiendo tan triste como ella, no sabía el motivo, posiblemente fuera solo una sensación, pero no podía evitar sentir una gran apatía desde hacía ya unos meses.
Con un último gesto de respeto, abandoné aquel lugar y proseguí mi camino. La luz de la luna llena era suficiente como para iluminar aquel camino que me conocía a la perfección pero, aún así, mantuve la linterna encendida, algo que hasta el día de hoy sigo agradeciendo… Pues apenas doscientos metros después, lo empecé a oír.
Era un sonido cercano, como un quejido o lamento de dolor, acompañado de unos extraños crujidos, como el de los huesos al romperse, y parecido al que hacen los osos al comer. Rápidamente pensé que se trataba precisamente de aquello, de un oso devorando su cena pero… Ya hacía bastante frío, y el invierno estaba lo suficientemente avanzado como para que los últimos de aquellos rezagados peludos se hubieran retirado a hibernar.
De repente, el sonido
cesó, y yo me quede parado, quieto como una estatua en medio del camino. No
quería que aquello, lo que fuera, se percatara de mi presencia. Empecé a
caminar con cuidado, con pasos lentos que se hundían en la neblina.
No había avanzado más de
dos metros cuando mis pies toparon con algo. Con un respingo, apunte la
linterna hacía el suelo; había pisado una escopeta de caza.
A pesar de ser una reserva privada, algunos cazadores se colaban en ella en
busca de buenas piezas. A nosotros no nos importaba, ya que se trataba de pocos
cazadores y, además, sabíamos de primera mano que le darían un uso digno a todo
aquello que se llevaran de allí. Prácticamente, conocíamos personalmente a
todos aquellos cazadores, les habíamos dado nuestro permiso para cazar allí,
solo había algo que aún nos molestaba, y era que se colaban en nuestras tierras
en las épocas de invierno, de ventisca y frío, a pesar de que le habíamos
advertido hasta la saciedad que no lo hicieran. En realidad, aquello era algo
que yo siempre había relacionado con nuestras costumbres nativas, el caso era
que, por alguna u otra razón, yo nunca había incumplido aquella norma.
Recogí aquella escopeta
con temor, pero antes si quiera de poder incorporarme, aquel sonido volvió.
Rápidamente, apunte con mi luz hacia el lugar del que provenían, para
encontrarme con el horror...
Tirado en el suelo y con su diestra estirada, sin duda en un último intento de
alcanzar el arma, había un cazador, Darryl, un hombre de Denver al que conocíamos
bien, gimiendo de dolor.
Al verme, Darryl gimió con más fuerza e intentó levantar sus brazos, parecía
estar mal, parecía estar muriendo... Sin dudarlo, di dos pasos hacia el con la
intención de ayudarlo, pero me detuve en seco al darme cuenta de que no estaba
solo. Alce un poco la luz, y observé...
Un ser extraño, extremadamente alto, se encontraba inclinado sobre el hombre, sus manos eran grandes, de dedos largos y ennegrecidos. Una de aquellas manos estaba totalmente hundida en el pecho abierto de Darryl, el olor a cobre se intensificó cuando, tras un último gemido de su víctima, aquella cosa comenzó a sacar la zarpa de aquel torso, en la que sujetaba el corazón, aún palpitante, del desgraciado cazador. Al ver aquello me quede congelado, todavía apuntando con la linterna a aquella cosa. Quise gritar, pero de mi garganta apenas escapó un gemido inaudible.
Aquel ser se alzó, y me miró. Su altura era espectacular, prácticamente, su cabeza llegaba a las primeras ramas de los altos abetos. Al fijarme un poco más en él, pude ver que portaba una especie de máscara, formada por un cráneo de ciervo, cuyas astas la coronaban dotándolo de un aspecto aún más aterrador. Tras las cuencas de aquel cráneo pude ver la luz de sus ojos, una luz maligna, roja como la sangre y brillante como dos rasas incandescentes.
Yo seguía sin poder moverme, pero parecía que aquella cosa tampoco lo hacía, manteniendo una distancia de al menos cinco metros de mí. De la impresión, la linterna cayó de mi mano, y casi con un acto reflejo la volví a recoger. Al volver a levantarla hacia aquella cosa, pude ver con horror que estaba más cerca de mí, a menos de tres metros. ¿Acaso estaba huyendo de la luz?
Con la poca valentía que me quedaba, di dos pasos hacia él, levantando aún más la linterna. Para mi sorpresa, él retrocedió, dejando caer el corazón del desgraciado Darryl. Di un paso más, y aquella cosa, produciendo un grave sonido de rabia, se perdió en la oscuridad.
Al verlo desaparecer, eché a correr sin volver la vista atrás. Sabía que si aquella cosa me seguía no tendría escapatoria. Con unas piernas el doble de largas que las mías, me daría caza en seguida, por eso pensé en tomar una desviación del camino, en lugar de entrar en la reserva, aún lejana, iría hacia la cabaña del guardabosques, que por aquellas fechas ya se encontraba vacía.
Mi corazón saltó de alegría cuando la vi emerger de la oscuridad. De una patada abrí la puerta y coloqué un butacón para atrancarla de nuevo. En otro momento, no hubiera creído posible que yo solo pudiera mover aquel mueble, pero estaba aterrado…
Si aliento, me dejé caer sobre él. Mis nudillos estaban completamente blancos de la fuerza con la que aún sujetaba la linterna. La solté. ¿Qué había sido aquello? ¿Había sido fruto de mi mente cansada? ¿Era un monstruo, otro cazador? ¿Quizá algún animal que no conocía? No, era algo más…
De repente, como si me hubieran dado una bofetada, vi el verdadero motivo por el que mi pueblo le decía a los cazadores que no se adentraran en el bosque en aquellas fechas. ¿Eran reales las historias que contaban? ¿Acaso existían todas aquellas criaturas de las que siempre me había hablado mi abuela?
Rebusqué en mi memoria, intentando recordar algunas leyendas, historias que contuvieran alguna criatura que se pareciera a lo que había visto, en un intento de buscar una explicación a lo que acababa de ver. Solo uno de aquellos fantásticos seres encajaba con la descripción de gigante y cuernos de ciervo, del que mi abuela me habló en muchas ocasiones:
—Es el antiguo espíritu de las montañas altas, ¡es feroz! Es un hambre que no se puede calmar, una rabia que no se puede controlar... Baja de las montañas durante las noches más oscuras para alimentarse de carne humana cuando llega el invierno, cuando callan los ríos… Cuidado con el Wendigo, que trae el frío.
Al recordar aquellas palabras, comencé a buscar desesperadamente en los cajones, intentando dar con alguna vela con la que poder iluminar la cabaña. En total, encontré unas siete, las prendí, y las coloqué en el alfeizar de la ventana principal. El terror que sentí al ver como caían los primeros copos de nieve nunca lo podré describir.
Acurrucado como un niño en el rincón más alejado al ventanal en un intento de ocultarme de aquel monstruo, miré la chimenea, también podría encenderla, pues su luz espantaría con más fuerza a aquel ser. Pero no sabía dónde estaban las pastillas de encendido, y mi miedo era tal que decidí no moverme.
Tras varios minutos, no sé cuántos, me levanté del rincón algo más calmado, y me volví a acercar a la ventana. Mi corazón se paró cuando, parada justo delante de mi puerta, volví a ver a aquella alta figura de largos dedos y coronada con astas.
Continuará...
Hola de nuevo, Ana. Una historia verdaderamente terrorífica. Hay muchas leyendas basadas, o no, en hechos reales y que apenas nadie cree hoy día. Esos seres, unos buenos y protectores, y otros malos y perversos, dan mucho de sí para inspirar relatos como este, del cual he disfrutado.
ResponderEliminarDe no ser porque es bastante largo, también podrías haber participado con él en el microrreto de David Rubio, pues igualmente nos dejas con un continuará, je,je.
Un abrazo.
Hola de nuevo, Josep!
EliminarEsas leyendas de las que hablas siempre me han encantado, y las criaturas que los protagonizan componen prácticamente el 90% de lo que escribo. Me encantan esos puntos de vista de los diferentes pueblos, como ven la vida y en lo que creen, su manera de hacer las cosas... Realmente, los monstruos, buenos o malos, son una muy buena fuente de inspiración!
Se que es un relato largo, por eso te agradezco que lo hayas leído. Suelen quedarme relatos bastante largos en general, y eso que a este aún le queda el desenlace! Precisamente el reto de David me animo a escribirlo. Y, aunque sé que es largo, lo he querido compartir.
Me alegra muchísimo que lo hayas disfrutado.
Un beso y nos seguimos leyendo!
¡Hola, Ana! Un relato 100% Ana Traves. Bien documentado, con una manera de narrar que te hace leer la historia en un suspiro y con esa estupenda ambientación que logra que nos adentremos, en este caso, en ese bosque frío y desapacible. El Wendigo lo conocí a través de una adaptación que hizo Marvel para un grupo de superheroes canadienses llamado Alpha Flight. Es curioso cómo cada cultura crea sus propios monstruos dotándolos de las imágenes que lo son cercanas. Un fuerte abrazo!!
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