Macedonia, año 327 A.C.
Eran muchos los atrevidos jinetes, entre ellos
los mejores de Macedonia, los que osaban acercarse para intentar montar a
aquella gran bestia negra de ojos brillantes. Prácticamente hacían cola para
ser derribados. Uno tras otro iban cayendo sobre la arena del suelo, del que,
con las rodillas ensangrentadas, se volvían a levantar lo más rápidamente que
podían.
Nunca antes se había visto un equino tan grande
e impresionante como aquel, en su cuerpo, completamente negro, no se lograba
distinguir ni la más mínima mota de diferente color, salvo una mancha blanca en
su frente a la que la caprichosa naturaleza había dado forma de estrella. El
Rey, Filipo II, lo había comprado la semana anterior por una importante
suma, por lo que en su inexpresivo y
frío rostro empezaba a dejarse ver un ligero reflejo de arrepentimiento.
"Nadie podrá montar jamás a este caballo..." Había llegado a pensar el Rey, observando con impotencia aquel
lamentable espectáculo.
Desde una de las ventanas del palacio, dos
niños pequeños observaban la escena, viendo como caían, uno tras otro, cada uno
de los que ni siquiera lograban rozar aquel negro lomo.
—Yo voy a montar a ese caballo.—Le dijo uno de
los pequeños al otro, que lo miró con una expresión de sorpresa, a medio camino
entre miedo y la incredulidad.—¿No te has dado cuenta? Se asusta de su propia
sombra.
El decidido joven se acercó al corro que los
hombres tenían formado alrededor de los jinetes derribados, estos, en cuanto lo
vieron venir, formaron un pasillo entre ellos para facilitarle el camino hasta
el Rey.
—Si me dejas intentarlo, yo lo montaré.—Le
dijo a Filipo con decisión.
Por unos segundos, el Rey lo miró asombrado,
pera después soltar una carcajada que contagio a todos los presentes. Solo el
imaginar a un niño de 9 años consiguiendo lo que ellos llevaban intentando toda
la mañana les daba ganas de reír.
—Está bien, adelante.—Le indicó el Rey sin
dejar de sonreír.
El silencio se hizo de nuevo cuando el niño se
acercó cauteloso hacia el animal y comenzó a acariciar sus duras y ásperas
crines para, en un momento de distracción
de la bestia, agarrarlas fuertemente y dirigir su gran cabezota hacia el sol
del mediodía. El caballo quedó encandilado en seguida, tiempo que el chico
aprovecho para subirse rápida y ágilmente a su lomo. La bestia se quejó con un
fuerte relincho y echó a correr, llevando al joven jinete sobre él. La nube de
polvo que dejó a su paso hizo que los presentes lo perdieran de vista en
seguida.
Todos quedaron boquiabiertos, incluso Fipilo,
que ni siquiera pestañeó, manteniendo sus ojos grises fijos en el horizonte.
Pasaron varios minutos y aún no había ni
rastro del caballo ni de su montador. Los hombres comenzaron a pensar que el
chico habría caído del lomo del animal, pues no habría podido aguantar mucho la
fuerza que este rezumaba. Pero de repente, una sombra negra volvió a hacerse
visible en la lejanía, y para sorpresa de todos, el pequeño iba sentado sobre
ella.
La actitud del fiero caballo parecía haber
cambiado de repente, parecía haberse tranquilizado... No parecía el mismo… Con
paso lento, firme y relajado avanzó hacia el Rey Filipo, frente al que se detuvo
a menos de un palmo de distancia, dejando entonces bajar a su joven domador.
Fipilo abrazo fuertemente al pequeño con el
rostro empapado por lágrimas de orgullo. Después lo miró, y le hablo:
—Alejandro, hijo mío. Macedonia es muy poco
para ti.
Aquel imponente caballo negro, al que las más
osadas lenguas se han atrevido a calificar como híbrido entre camello y
elefante a lo largo de la historia, llevó por nombre Bucéfalo, y fue el regalo
más importante con el que el Rey Filipo obsequió a su hijo Alejandro. Bucéfalo
acompañó a Alejandro el Grande durante toda su vida, y nunca, jamás, permitió
que nadie que no fuera él lo montara.
Amiga Ana: este relato tuyo ya lo había leído en el perfil que tienes en Falsaria. Y me dejó la misma sensación ahora que cuando lo leí entonces: Es absolutamente maravilloso.
ResponderEliminarMi más sincera enhorabuena. Nos seguiremos leyendo.
Un abrazo.