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martes, 11 de octubre de 2016

Aquel cuadro...




Muchas veces he intentado escribir relatos de terror, pero lo cierto es que muchos de ellos no terminaban de producirme escalofríos, o ni siquiera esa sensación de incomodidad que se siente al leer algo que te causa escalofríos... Por eso pensé, ¿por qué no meter en el tema principal aquella no a nosotros mismos nos dé miedo de verdad? Aquí os va un relato de "inocentes" payasos...



Aquel cuadro...


Contaba con doce años cuando nos mudamos por primera vez, por lo que me resultó especialmente duro despedirme de mis mejores amigos del colegio, sobre todo de Wendy, la primera chica que empezó a gustarme de verdad.
Yo siempre fui el típico chico empollón al que le encantaba estar rodeado de libros, sacaba buenas notas, odiaba todo lo que a otros les pudiera parecer divertido, me gustaba la música, escribir, era el ojito derecho de la profe y el deporte nunca fue algo que me entusiasmara… En definitiva, era el clásico chico a los que sus compañeros de clase odian, por eso era que me llamaba tanto la atención la cantidad de amigos que tenía, al contrario que mi hermano Mike, de cinco años. Mike nunca había tenido amigos, al menos amigos en el más puro sentido de la palabra, para él, la mudanza no supuso nada, fué pan comido… Incluso parecía contento por el hecho de que fuéramos a cambiarnos de ciudad.
El trabajo de mi padre siempre le había exigido moverse a lo largo de todo el país durante algunas temporadas, algunas solo duraban semanas, pero otras, las más duras, se alargaban por meses. Sé que no es una situación que le haya tocado vivir a muchos niños, pero con el paso de los años nos acabamos acostumbrando. Pero aquella vez era diferente, a mi padre lo habían destinado al estado de Georgia, en el que debería vivir los próximos cuatro años, y ante aquella situación, decidimos mudarnos la familia entera.
Durante el viaje había intentado leer un poco, pero sinceramente, aquella labor me resultó imposible… Los vómitos de mi hermano fueron continuos, y eso sumado a esa dichosa música country que tanto le gustaba  a mi padre, que no dejaba de sonar, me hizo desesperar. Mi única solución fue colocarme mis auriculares y evadirme el resto del viaje.
Mi atención volvió a estar despierta cuando llegamos a Clarkston y entramos en una gran zona residencial, repleta de casas bajas, casi todas de dos plantas, y con un jardín trasero enorme, perfecto para jugar a la pelota sin molestar a nadie.
La casa en la que íbamos a vivir era  grande, realmente enorme, tanto que sobresaltaba entre las demás que estaban a su alrededor. Las dos grandes ventanas que se abrían en su gran torreón central me recordaron inevitablemente a un murciélago ciego, ya que las dos habitaciones que se abrían a sus lados, igualmente coronadas por un tejado puntiagudo, bien podrían haber sido sus alas. Su aspecto era oscuro, casi siniestro, parecía más abandonada que a la venta o en alquiler.
En la puerta principal, junto al cartel en el que aparecían, ya tachadas, las palabras “se alquila”, esperaba una chica joven que vestía el inconfundible uniforme de las inmobiliarias.
—Buenos días, Señores Damphir, bienvenidos a Clarkston. Espero que hayan tenido ustedes un buen viaje. Soy Mary Stanford, de la inmobiliaria Ford—saludó alegremente, su sonrisa mostraba unos dientes blanquísimos.
—Buenos días, muy amable por haber venido recibirnos. El viaje no ha ido nada mal, gracias.
El interior de la casa era más grande aún de lo que se esperaba al verla desde fuera. El salón estaba amueblado cómodamente, tanto que parecía invitarte a sentarte junto a la chimenea con un buen libro, solo que le hacía falta una buena limpieza antes de eso. La cocina era igualmente grande, una gran isleta central, cuya superficie debería ser blanca, estaba totalmente cubierta de polvo, al igual que toda su encimera. Un profundo olor a humedad lo inundaba todo. El jardín trasero, al que se accedía por otra puerta a través de la cocina, estaba lleno de hierbajos y ortigas, un gran manzano formaba su corazón. Aquel árbol me gustó en seguida.
—¿Cuánto tiempo ha estado cerrada la casa? —preguntó mi madre, ya imaginándose los largos días de limpieza que le quedaban.
Mary pareció pensar.
—Pues… cerca de dos años, quizá más —respondió—. Los Murray estuvieron aquí mucho menos tiempo del esperado.
—¿Y eso por qué? ¿Pasó algo?
—Lo cierto es que no lo sé, pero me imagino que simplemente terminaron lo que tenían que hacer aquí mucho antes de lo que habían imaginado.
Mi madre encarnó una de sus cejas y,  aunque la respuesta de Mary no la había dejado satisfecha, ya no preguntó nada más. Siempre me resultó curiosa la capacidad de adaptación de mi madre, fuera cual fuera el lugar en el que estuviéramos o la circunstancia que no tocara vivir, aunque yo realmente lo achacaba a que simplemente era feliz si toda la familia estaba unida, el lugar en el ue fuera, y el resto de las circunstancias pasaban siempre a un segundo plano.
Subimos por las escaleras, hasta la segunda plata, a medida que subíamos sus finos escalones crujieron, como quejándose bajo nuestro peso. El corredor era ancho, y en un principio se me antojó al pasillo de un hotel, con esa larga y verdosa alfombra que parecía invitarte a avanzar sobre ella y asomarte a la ventana de grandes vidrieras que se abría al otro extremo, el ojo izquierdo del murciélago ciego.
Hacia la derecha se abría una de las primeras habitaciones, la cual, a causa de su tamaño, era la de matrimonio. Mi madre pareció encantada enseguida, ya que esta pieza contaba con su propio baño, en la que lucía una gran bañera con forma ovalada.
A la izquierda de había dos más, una cuya ventana daba al jardín trasero y otra que formaba el ojo derecho del murciélago ciego. La primera me la quedé yo, ya que no me apetecía aguantar el bullicio que supuse vendría de la calle, sobre todo los fines de semana. Mi hermano pareció encantado con la suya. Las tres habitaciones contaban con una cama cada una, un armario empotrado bastante grande y algún que otro mueble más, pero sin importancia. Pero había algo, un objeto en especial en la habitación de mi hermano que me llamó poderosamente la atención, el cuadro de un payaso sonriente.
A pesar de que la imagen ya estaba bastante descolorida, se apreciaba muy bien los colores que la componían. El largo pelo del payaso, de un intenso fucsia, resaltaba con el blanco rostro, en los que unos ojos, coronados por unas cejas negras perfectamente perfiladas parecían tan reales que por un momento pensé que me nos estaba mirando. Con mucha gracia hacia volar a su alrededor varias pelotas de colores con las que hacía malabares, y sonreía, enseñando unos blancos dientes enmarcados por unos negros y finos labios. A su espalda se levantaba una gran carpa de rayas multicolores, y bajo ella estaban perfiladas, aunque muy débilmente, la silueta de dos niños cogidos de la mano. Nada más ver aquel lienzo sentí un desagradable escalofrío recorriendo mi columna de arriba abajo, aún ahora no sabría explicar porque, pero me sentí muy incómodo en presencia de aquel retrato que. Además, resultó ser de estos retratos que te siguen con la mirada sin una razón aparente, daba igual en el punto de la habitación en la que te pusieras. En cambio, mi hermano pareció encantado con él.
—Este cuadro lo pintó la última inquilina de la casa, en realidad, toda la casa estaba llena de sus cuadros, tenía verdadero talento, ¿verdad? Lo que aún no sé es porque dejaron este aquí… En fin… ¡Algo más que os encontráis!
Cuando hubieron pasado tres semanas la casa parecía otra. El jardín estaba totalmente libre de malas hiervas, incluso empezaba a tener un poco más de color al haber sido plantadas diferentes semillas, mi madre tenía en mente hacer en él un caminito de guijarros que rodeara los rosales, por lo que pronto se pondría manos a la obra. El salón era muy acogedor, las cortinas que colgaban de las ventanas tenían el mismo color que la tapicería del sofá, un burdeos precioso que a todos nos encantada, además, no sé porque pero me daba la sensación de que el fuego de la chimenea calentaba más a uno cuando estaba rodeado de ese color.
Nuestras habitaciones estaban totalmente limpias y amuebladas a nuestro gusto. La pared de la mía había sido forrada de papel de color azul cielo, también a juego con la colcha de mi cama, la alfombra y con la silla de la mesa de mi ordenador. Lo que más me gustaba de ella era la estantería de tres niveles que mi padre había montado junto a la ventana, y la cual yo había atiborrado de libros, una pena que no me hubiera podido llevar más… La de mis padres era completamente bicolor, blanco y amarillo, a pesar de que siempre ha sido tachado como color que atrae la mala suerte, a mi madre siempre le había encantado y, ¡he de reconocer que su habitación no había quedado nada mal! La de mi hermano era blanca y verde, como imitando un jardín al que poco a poco iba añadiéndole flores con sus pinceles, siempre le había encantado dibujar en las paredes. Todo en la planta de arriba había cambiado, todas las estancias estaban completamente diferentes, ¡no parecían ni las mismas que cuando llegamos! Incluso la alfombra del pasillo había cambiado de color… Solo una cosa seguía en el mismo lugar… El cuadro del payaso que te seguía con la mirada.
A Mike le encantaba aquella pintura, en su habitación quedaba muy bien, y también he de reconocer que la artista supo representar a la perfección lo que su mente imaginaba, pero no sé… A pesar de componer una escena totalmente inocente, en la que los colores y el escenario encajaban a la perfección, había algo en ese cuadro que no me gustaba nada, me daba escalofríos… Escalofríos que se convirtieron en insomnio la primera vez que, de madrugada, mi hermano me despertó diciéndome que el payaso de su cuarto le estaba hablando.

  * * * * *

Abrí los ojos mosqueado, ¿qué hora era? ¿Las dos de la mañana? Pero… Nada más mirar a mi hermano a los ojos, el miedo me hizo sentir como si un cubo de agua fría se volcara sobre mi cabeza, arrastrando fuera de mí aquel enfado repentino con cada gota.
Había visto muchas veces a mi hermano levantarse de madrugada, quejándose de que no podía dormir por el calor, o porque tenía miedo por haber visto una película de terror que no debería, pero aquellos ojos… Aquellos ojos con los que me miraba aquella noche no se los había visto nunca.
Ya totalmente desvelado salí de la cama y Mike, prácticamente a rastras, me llevó a su habitación. Las tinieblas que inundaban el pasillo me parecieron la antesala de una aterradora desgracia, pero una vez entré en el cuarto mi corazón se calmó un poco. No vi nada, solo ropa desperdigada por el suelo y la cama revuelta.
Dubitativo, pero haciendo uso de la valentía que siempre consideré que tenía, me acerqué al cuadro, junto a la mesita de noche de Mike. Estaba igual, nada en él había cambiado, aquel payaso seguía sonriendo de una forma que cada vez me parecía más sarcástica. Claro, ¿para qué iba a cambiar? No era más que una estúpida pintura vieja.
—¿Ves? No hace nada. —Le dije serenamente a mi hermano, que desde la puerta me miraba sin atreverse a entrar en la habitación—. Lo has soñado.
—¡No! No he soñado nada. —Su labio inferior temblaba mientras hablaba, o más bien, balbuceaba—. Me ha hablado, ¡me ha despertado!
—Ah, ¿sí? ¿Y qué es lo que te ha dicho?
El rostro humedecido de mi hermano formó una mueca de horror, de auténtico pánico. Las palabras que dijo con voz temblorosa a continuación casi fueron inaudibles para mí.
—Me ha dicho que quería jugar a la pelota.

* * * * *

Los días siguieron pasando y mi grupo de amigos creció, al contrario que el de Mike, que ahora parecía más que encantado con su nuevo amigo de ropas multicolores que aseguraba se llamaba Llumpy. Seguía siendo un niño solitario, pero no porque los demás niños no quisieran ser sus amigos, a él le gustaba la soledad, soledad que ahora compartía con un único amigo de juegos con el que no tardó en volver a sentirse cómodo. Le encantaba hablar de él, “jugar” con él y, sobre todo, pasar tiempo con él, sentado frente al cuadro, sonriéndole y hablándole a los delicados y precisos trazos sobre aquel lienzo. Poco a poco, Mike se fue volviendo cada vez más ermitaño, más de lo que ya era por naturaleza.
Yo apenas le echaba cuenta cuando hablaba del payaso de su habitación. Muchas veces nos contó de qué color fueron realmente sus ropas descoloridas por el tiempo, cuál era su comida favorita y que le encantaba jugar a la pelota. A veces lo escuchaba hablar solo en su habitación mientras se reía divertido, tal y como lo haría cualquier niño en su fiesta de cumpleaños. Según él, hablaba y jugaba con su amigo Llumpy, y que su voz solo podía escucharla él.
Al principio pensé que no se trataba más que de ese famoso “amigo imaginario” que muchos niños tenían, además, Mike contaba con la edad perfecta para eso, pero lo cierto es que en los días posteriores tuvieron lugar ciertos acontecimientos que me hicieron pensar… Tener la mente abierta a otra posibilidad… Todo aquel asunto me resultaba siniestro, no podía evitar el pensar en que mi hermano había cambiado, ya no era el mismo... Yo nunca había sentido mucho apego por ningún objeto en especial, ni siquiera por mi peluche preferido cuando era pequeño, pero la estima y la dependencia tan grande que mi hermano desarrolló hacia aquella “cosa” me ponía los pelos de punta… Tanto que incluso varias veces creí escuchar una especie de risas extrañas que venían de la habitación de mi hermano, aunque aquel hecho lo sitio más bien en la parte ilógica de mi mente, esa que todos tenemos y que se alimenta de nuestra sugestión. Pero lo que si pude escuchar, además con bastante claridad, el inconfundible sonido de una pelota rebotando al otro lado de la pared, en el cuarto de mi hermano, pero cuando me asomaba no había nadie, allí no había nadie… Solo una pelota en el suelo, aún con movimiento a causa de la inercia, bajo el cuadro de aquel dichoso payaso…
Preocupado se lo comenté a mi madre, no sin miedo a que se riera de mí, pero ésta, al estar tan ajetreada aun con muchas cosas que quedaban por hacerle a la casa, apenas me escuchó. Ella decía que eran cosas de niños de su edad, pero yo no estaba del todo seguro… Durante unos días pensé en la posibilidad de tirar aquel cuadro, romperlo, tirarlo a la basura o incluso quemarlo, pero mi hermano estaba junto a él cada vez me sentí lo suficientemente decidido como para hacerlo… Mi hermano pasaba tantas horas al día junto a aquel lienzo que me hubiera resultado imposible incluso descolgarlo de la pared y esconderlo antes de que se diera cuenta. No sabía porque, pero había algo en mi interior que me alarmaba ante todo aquello, sobre todo el día en que Mike empezó a decirme que su nuevo amigo quería que se fuera con él.

 * * * * *

—Ah, ¿sí? ¿Y a dónde vas a ir? —Solía decirle yo cada vez que sacaba esa tontería de irse.
—¡Me voy con Llumpy!
—¿A la carpa del circo descolorido? ¡Maldito sea tu Llumpy! Lo que deberías hacer es tirar ese cuadro a la basura.
Como respuesta mi hermano solo me devolvía rabietas, acompañadas de palabras insultantes que apenas podía escuchar. Mi hermano nunca había sido dado a las palabrotas ni palabras mal sonantes, siempre fue un niño sorprendentemente educado, por lo que aquellas nuevas aportaciones a su vocabulario también me sorprendieron muchísimo.
Alguna vez que otra hablé con mis padres sobre el tema, transmitiéndoles mis presentimientos y mi preocupación hacia Mike, quizá necesitara un psicólogo infantil, pero ninguna de esas cosas sirvió… Solo me respondían que era cosa de niños, que el cambio de aires le había afectado así, que era normal que se hubiera encariñado tanto con aquel cuadro que tanto le gustaba, que aquello demostraba que los cambios grandes siempre afectaban de alguna forma a los niños de su edad.
Finalmente me di por vencido…
Los días siguieron pasando, y yo me sentía cada vez más preocupado. Afortunadamente, durante ese tiempo ningún circo había llegado a la ciudad, cosa que agradecí, pues no me había costado mucho desarrollar un irrefrenable odio hacia los payasos desde que llegamos a Clarkston.
Las noticias de asesinatos siempre habían llamado mi atención, nunca supe por qué, pero sentía que cada vez me sentía más atraído hacia aquellos temas, la criminología cada vez cobraba más fuerza en mis proyectos de futuro. Entre todas las historias y los casos que había podido leer, en muchos de ellos mencionaban a secuestradores, asesinos o violadores que, en un intento de atraer a terceros, especialmente a niños, se vestían con ropas llamativas, les ofrecían regalos, los embelesaban con dulces palabras para cometer sus más oscuros crímenes… Y, entre todos esos personajes que, desgraciadamente han tenido su lugar en la historia de mi país, los que más me sobrecogían eran los que se vestían de payaso, payasos como Llumpy… Como resultado, más odiaba aquel maldito cuadro…
No tardé mucho en volver a discutir con mi hermano, ya que no hacía falta esforzarse mucho para hacer saltar aquel carácter tan sugestionable e irritable que había desarrollado, y aquella vez la cosa llegó a más… Harto de escuchar tantas tonterías le grité:
—¡Pues si tanto quieres a tu payaso vete con él y déjame a mí en paz! ¡Niño estúpido!
Mike me lanzó una última mirada de odió antes de entrar en su habitación y cerrar la puerta de un portazo, y digo la última vez porque… Aquella fue la última vez que lo vi…

* * * * *

 Las sirenas de los coches de policía fueron habituales en Clarkston durante las siguientes dos semanas, los noticiarios televisivos se habían hecho eco de la desaparición de Mike, equipos de rescate, policía montada y canina lo buscaban día y noche. Nuestra casa estaba vigilada pero, dentro de ella el insomnio de días empezaba a oscurecer cada vez más nuestras esperanzas.
Mi madre no había dormido nada desde entonces, solo algunas horas, y eso gracias a unos somníferos que mi padre se encargó de darle. En solo una semana pareció haber perdido más de 10 kilos, su rostro estaba extremadamente delgado, sus ojos hundidos y unas profundas ojeras negras eran lo que más resaltaba en el blanco de su piel. No hablaba, ni siquiera el psicólogo que se le adjudicó pudo arrancarle nada que no fueran llantos.
Durante los interrogatorios iniciales ninguno de los tres supo decir el lugar exacto en el que habíamos visto a Mike por última vez, solamente yo pude decir que lo ví entrar en su cuarto después de haber discutido con él, pero como ya era normal, no le dieron mucha importancia a mi testimonio. Se encerró en su habitación, con Llumpy… Desde entonces arrastro la culpa de su desaparición, solo yo lo empujé a que se fuera, a que desaparecieron con mis hipótesis y mis comentarios de empollón insufrible que no hacían más que dejarlo en ridículo…
Ninguno de los tres nos atrevimos a tocar nada de su habitación, dejamos las cosas tal cual él las había dejado, incluso la cama estaba a medio hacer. Yo apenas me asomé a ella, no podía dejar de pensar que mi hermano se había ido de casa por culpa mía, por culpa de aquel estúpido cuadro, que seguramente lo había descolgado y se había ido con él bajo el brazo, pero… Para mi sorpresa, el cuadro seguía allí, colgado en la pared, sonriéndome…
Cuando hubieron pasado ya tres semanas desde la desaparición de mi hermano, a mi padre le dieron el permiso de volver a nuestra casa, en nuestro estado, volver a nuestra vida. Nuestro vecino, el Señor Smith, fue el que nos ayudó a subir todos los macutos al coche, mi madre estaba completamente ida, como un zombie…
Justo antes de irnos, y ya montados en el coche, mi padre le devolvió a Mary las llaves de la casa, que con gran pena intentó consolarnos con palabras que, aunque contuvieran la mejor voluntad del mundo a nosotros nos parecían tan vacías… Fue en ese momento cuando aproveché para volver a entrar a la casa, quería comprobar algo que había estado rondando por mi cabeza día y noche desde que Mike se fuera.
Cuando subí los escalones por última vez, estos apenas crujieron bajo mis pies, como si ya se hubieran acostumbrado a nuestro peso el tiempo que llevábamos allí, el pasillo me siguió dando la misma impresión del primer día, el de un siniestro, pero a la vez lujoso Hotel. Pero cuando entré en la habitación de Mike la sensación fue diferente, fría, sobrecogedora… De repente me sentí como un intruso en aquel lugar, como si estuviera perturbando la paz de aquello que allí se encontraba, como si sobrara…
Entre todos los cacharros que había aún allí, pelotas, peluches, o varios vagones de su tren de juguete, algo rezumaba mal… Me acerqué a aquel cuadro que colgaba de la pared, un aura oscura parecía rodearlo. Mi corazón se encogía más con cada paso que daba, nunca antes me había dado tanto miedo algo, pero lo peor aún estaba por venir… Cuando ya estuve lo suficientemente cerca pude ver, además de aquella sonriente y siniestra faz que me devolvía la mirada, a la enorme carpa que se levantaba al fondo, con la pareja de débiles siluetas infantiles a su lado… Perdón, ¿he dicho pareja? No, amigo… Algo en aquel cuadro había cambiado, algo en aquel cuadro me llenó de terror, paralizando y congelando la sangre en mis venas, haciendo que mis ojos quisieran escapar, pegarse a aquel cuadro como para cerciorarse de que lo que veían no era una alucinación… Ya no eran dos, sino tres las figuras que en aquel lienzo se cogían de la mano…


6 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho, Ana. Los payasos son terroríficos y los cuadros que te siguen con la mirada también. Muy buena idea la tuya para combinar ambos en un mismo relato. ¡Un abrazo!

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    1. Muchas gracias, amiga. Tiene algún que otro fallito del que me estoy dando cuenta ahora, pero en cuanto pueda lo corregire. Los payasos siempre me han dado miedo, no se porque, es una angustia tremenda la que siento al verlos! Es como si todo lo malo se escondiera detrás de ese maquillaje tan alegre.
      Un abrazo!

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  2. Digno relato de Horror para el mes del miedo, estuvo genial, los payasos siempre dan mala espina, sobre todo cuando tienen mala cara.

    Odio esos padres que nunca le hacen caso a sus hijos, gracias a Dios que los míos siempre me escuchan.

    Por cierto mi madre tiene un cuadro aterrador que no sabemos de donde salió (No tiene un payaso XD) pero parece una especie de momia, hasta me da miedo fotografiarlo.

    Saludos Ana.

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    1. Hola, Augusto!!
      Por desgracia la fobia a los payasos suele causar más risa que credibilidad, entiendo que el miedo a las arañas sea más fácil de comprender que el miedo a los payasos, pero existe, vaya si existe...
      Wow, ya me gustaría ver ese cuadro que dices!! Jajajaja, mi madre tenia un centro de mesa de porcelana, era la cabeza de un payaso, tenía una cara preciosa pero no podía con él, un día que pude lo tiré de la mesa y le eché la culpa al gato, entonces me quedé a gusto. Espero que mi madre nunca lea esto, jajaja, es verídico.
      Un saludo!

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    2. Jaja tu madre te va a descubrir tarde o temprano

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    3. Que va... Espero que no, jajaja, fué hace muchos años, ya no vivimos no en la misma casa.

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