Muchas veces he intentado escribir relatos de terror, pero lo cierto es que muchos de ellos no terminaban de producirme escalofríos, o ni siquiera esa sensación de incomodidad que se siente al leer algo que te causa escalofríos... Por eso pensé, ¿por qué no meter en el tema principal aquella no a nosotros mismos nos dé miedo de verdad? Aquí os va un relato de "inocentes" payasos...
Aquel cuadro...
Contaba con doce años cuando nos
mudamos por primera vez, por lo que me resultó especialmente duro despedirme de
mis mejores amigos del colegio, sobre todo de Wendy, la primera chica que
empezó a gustarme de verdad.
Yo siempre fui el típico chico
empollón al que le encantaba estar rodeado de libros, sacaba buenas notas,
odiaba todo lo que a otros les pudiera parecer divertido, me gustaba la música,
escribir, era el ojito derecho de la profe y el deporte nunca fue algo que me
entusiasmara… En definitiva, era el clásico chico a los que sus compañeros de
clase odian, por eso era que me llamaba tanto la atención la cantidad de amigos
que tenía, al contrario que mi hermano Mike, de cinco años. Mike nunca había
tenido amigos, al menos amigos en el más puro sentido de la palabra, para él,
la mudanza no supuso nada, fué pan comido… Incluso parecía contento por el
hecho de que fuéramos a cambiarnos de ciudad.
El trabajo de mi padre siempre le
había exigido moverse a lo largo de todo el país durante algunas temporadas, algunas
solo duraban semanas, pero otras, las más duras, se alargaban por meses. Sé que
no es una situación que le haya tocado vivir a muchos niños, pero con el paso
de los años nos acabamos acostumbrando. Pero aquella vez era diferente, a mi
padre lo habían destinado al estado de Georgia, en el que debería vivir los
próximos cuatro años, y ante aquella situación, decidimos mudarnos la familia
entera.
Durante el viaje había intentado
leer un poco, pero sinceramente, aquella labor me resultó imposible… Los
vómitos de mi hermano fueron continuos, y eso sumado a esa dichosa música
country que tanto le gustaba a mi padre,
que no dejaba de sonar, me hizo desesperar. Mi única solución fue colocarme mis
auriculares y evadirme el resto del viaje.
Mi atención volvió a estar
despierta cuando llegamos a Clarkston y entramos en una gran zona residencial,
repleta de casas bajas, casi todas de dos plantas, y con un jardín trasero
enorme, perfecto para jugar a la pelota sin molestar a nadie.
La casa en la que íbamos a vivir era grande, realmente enorme, tanto que
sobresaltaba entre las demás que estaban a su alrededor. Las dos grandes
ventanas que se abrían en su gran torreón central me recordaron inevitablemente
a un murciélago ciego, ya que las dos habitaciones que se abrían a sus lados,
igualmente coronadas por un tejado puntiagudo, bien podrían haber sido sus
alas. Su aspecto era oscuro, casi siniestro, parecía más abandonada que a la
venta o en alquiler.
En la puerta principal, junto al
cartel en el que aparecían, ya tachadas, las palabras “se alquila”, esperaba una
chica joven que vestía el inconfundible uniforme de las inmobiliarias.
—Buenos días, Señores Damphir,
bienvenidos a Clarkston. Espero que hayan tenido ustedes un buen viaje. Soy
Mary Stanford, de la inmobiliaria Ford—saludó alegremente, su sonrisa mostraba
unos dientes blanquísimos.
—Buenos días, muy amable por
haber venido recibirnos. El viaje no ha ido nada mal, gracias.
El interior de la casa era más
grande aún de lo que se esperaba al verla desde fuera. El salón estaba
amueblado cómodamente, tanto que parecía invitarte a sentarte junto a la
chimenea con un buen libro, solo que le hacía falta una buena limpieza antes de
eso. La cocina era igualmente grande, una gran isleta central, cuya superficie
debería ser blanca, estaba totalmente cubierta de polvo, al igual que toda su
encimera. Un profundo olor a humedad lo inundaba todo. El jardín trasero, al
que se accedía por otra puerta a través de la cocina, estaba lleno de hierbajos
y ortigas, un gran manzano formaba su corazón. Aquel árbol me gustó en seguida.
—¿Cuánto tiempo ha estado cerrada
la casa? —preguntó mi madre, ya imaginándose los largos días de limpieza que le
quedaban.
Mary pareció pensar.
—Pues… cerca de dos años, quizá
más —respondió—. Los Murray estuvieron aquí mucho menos tiempo del esperado.
—¿Y eso por qué? ¿Pasó algo?
—Lo cierto es que no lo sé, pero
me imagino que simplemente terminaron lo que tenían que hacer aquí mucho antes
de lo que habían imaginado.
Mi madre encarnó una de sus cejas
y, aunque la respuesta de Mary no la
había dejado satisfecha, ya no preguntó nada más. Siempre me resultó curiosa la
capacidad de adaptación de mi madre, fuera cual fuera el lugar en el que
estuviéramos o la circunstancia que no tocara vivir, aunque yo realmente lo
achacaba a que simplemente era feliz si toda la familia estaba unida, el lugar
en el ue fuera, y el resto de las circunstancias pasaban siempre a un segundo
plano.
Subimos por las escaleras, hasta
la segunda plata, a medida que subíamos sus finos escalones crujieron, como
quejándose bajo nuestro peso. El corredor era ancho, y en un principio se me
antojó al pasillo de un hotel, con esa larga y verdosa alfombra que parecía
invitarte a avanzar sobre ella y asomarte a la ventana de grandes vidrieras que
se abría al otro extremo, el ojo izquierdo del murciélago ciego.
Hacia la derecha se abría una de
las primeras habitaciones, la cual, a causa de su tamaño, era la de matrimonio.
Mi madre pareció encantada enseguida, ya que esta pieza contaba con su propio
baño, en la que lucía una gran bañera con forma ovalada.
A la izquierda de había dos más,
una cuya ventana daba al jardín trasero y otra que formaba el ojo derecho del
murciélago ciego. La primera me la quedé yo, ya que no me apetecía aguantar el
bullicio que supuse vendría de la calle, sobre todo los fines de semana. Mi
hermano pareció encantado con la suya. Las tres habitaciones contaban con una
cama cada una, un armario empotrado bastante grande y algún que otro mueble
más, pero sin importancia. Pero había algo, un objeto en especial en la
habitación de mi hermano que me llamó poderosamente la atención, el cuadro de
un payaso sonriente.
A pesar de que la imagen ya
estaba bastante descolorida, se apreciaba muy bien los colores que la componían.
El largo pelo del payaso, de un intenso fucsia, resaltaba con el blanco rostro,
en los que unos ojos, coronados por unas cejas negras perfectamente perfiladas
parecían tan reales que por un momento pensé que me nos estaba mirando. Con
mucha gracia hacia volar a su alrededor varias pelotas de colores con las que
hacía malabares, y sonreía, enseñando unos blancos dientes enmarcados por unos
negros y finos labios. A su espalda se levantaba una gran carpa de rayas
multicolores, y bajo ella estaban perfiladas, aunque muy débilmente, la silueta
de dos niños cogidos de la mano. Nada más ver aquel lienzo sentí un
desagradable escalofrío recorriendo mi columna de arriba abajo, aún ahora no
sabría explicar porque, pero me sentí muy incómodo en presencia de aquel
retrato que. Además, resultó ser de estos retratos que te siguen con la mirada
sin una razón aparente, daba igual en el punto de la habitación en la que te
pusieras. En cambio, mi hermano pareció encantado con él.
—Este cuadro lo pintó la última
inquilina de la casa, en realidad, toda la casa estaba llena de sus cuadros,
tenía verdadero talento, ¿verdad? Lo que aún no sé es porque dejaron este aquí…
En fin… ¡Algo más que os encontráis!
Cuando hubieron pasado tres
semanas la casa parecía otra. El jardín estaba totalmente libre de malas
hiervas, incluso empezaba a tener un poco más de color al haber sido plantadas
diferentes semillas, mi madre tenía en mente hacer en él un caminito de
guijarros que rodeara los rosales, por lo que pronto se pondría manos a la
obra. El salón era muy acogedor, las cortinas que colgaban de las ventanas
tenían el mismo color que la tapicería del sofá, un burdeos precioso que a
todos nos encantada, además, no sé porque pero me daba la sensación de que el
fuego de la chimenea calentaba más a uno cuando estaba rodeado de ese color.
Nuestras habitaciones estaban
totalmente limpias y amuebladas a nuestro gusto. La pared de la mía había sido
forrada de papel de color azul cielo, también a juego con la colcha de mi cama,
la alfombra y con la silla de la mesa de mi ordenador. Lo que más me gustaba de
ella era la estantería de tres niveles que mi padre había montado junto a la
ventana, y la cual yo había atiborrado de libros, una pena que no me hubiera
podido llevar más… La de mis padres era completamente bicolor, blanco y
amarillo, a pesar de que siempre ha sido tachado como color que atrae la mala
suerte, a mi madre siempre le había encantado y, ¡he de reconocer que su
habitación no había quedado nada mal! La de mi hermano era blanca y verde, como
imitando un jardín al que poco a poco iba añadiéndole flores con sus pinceles,
siempre le había encantado dibujar en las paredes. Todo en la planta de arriba
había cambiado, todas las estancias estaban completamente diferentes, ¡no
parecían ni las mismas que cuando llegamos! Incluso la alfombra del pasillo
había cambiado de color… Solo una cosa seguía en el mismo lugar… El cuadro del
payaso que te seguía con la mirada.
A Mike le encantaba aquella
pintura, en su habitación quedaba muy bien, y también he de reconocer que la
artista supo representar a la perfección lo que su mente imaginaba, pero no sé…
A pesar de componer una escena totalmente inocente, en la que los colores y el
escenario encajaban a la perfección, había algo en ese cuadro que no me gustaba
nada, me daba escalofríos… Escalofríos que se convirtieron en insomnio la
primera vez que, de madrugada, mi hermano me despertó diciéndome que el payaso
de su cuarto le estaba hablando.
Abrí los ojos mosqueado, ¿qué
hora era? ¿Las dos de la mañana? Pero… Nada más mirar a mi hermano a los ojos,
el miedo me hizo sentir como si un cubo de agua fría se volcara sobre mi
cabeza, arrastrando fuera de mí aquel enfado repentino con cada gota.
Había visto muchas veces a mi
hermano levantarse de madrugada, quejándose de que no podía dormir por el calor,
o porque tenía miedo por haber visto una película de terror que no debería,
pero aquellos ojos… Aquellos ojos con los que me miraba aquella noche no se los
había visto nunca.
Ya totalmente desvelado salí de
la cama y Mike, prácticamente a rastras, me llevó a su habitación. Las
tinieblas que inundaban el pasillo me parecieron la antesala de una aterradora
desgracia, pero una vez entré en el cuarto mi corazón se calmó un poco. No vi
nada, solo ropa desperdigada por el suelo y la cama revuelta.
Dubitativo, pero haciendo uso de
la valentía que siempre consideré que tenía, me acerqué al cuadro, junto a la
mesita de noche de Mike. Estaba igual, nada en él había cambiado, aquel payaso
seguía sonriendo de una forma que cada vez me parecía más sarcástica. Claro,
¿para qué iba a cambiar? No era más que una estúpida pintura vieja.
—¿Ves? No hace nada. —Le dije
serenamente a mi hermano, que desde la puerta me miraba sin atreverse a entrar
en la habitación—. Lo has soñado.
—¡No! No he soñado nada. —Su
labio inferior temblaba mientras hablaba, o más bien, balbuceaba—. Me ha
hablado, ¡me ha despertado!
—Ah, ¿sí? ¿Y qué es lo que te ha
dicho?
El rostro humedecido de mi
hermano formó una mueca de horror, de auténtico pánico. Las palabras que dijo
con voz temblorosa a continuación casi fueron inaudibles para mí.
—Me ha dicho que quería jugar a
la pelota.
* * * * *
Los días siguieron pasando y mi grupo de amigos creció, al
contrario que el de Mike, que ahora parecía más que encantado con su nuevo
amigo de ropas multicolores que aseguraba se llamaba Llumpy. Seguía siendo un
niño solitario, pero no porque los demás niños no quisieran ser sus amigos, a
él le gustaba la soledad, soledad que ahora compartía con un único amigo de
juegos con el que no tardó en volver a sentirse cómodo. Le encantaba hablar de
él, “jugar” con él y, sobre todo, pasar tiempo con él, sentado frente al
cuadro, sonriéndole y hablándole a los delicados y precisos trazos sobre aquel
lienzo. Poco a poco, Mike se fue volviendo cada vez más ermitaño, más de lo que
ya era por naturaleza.
Yo apenas le echaba cuenta cuando hablaba del payaso de su
habitación. Muchas veces nos contó de qué color fueron realmente sus ropas
descoloridas por el tiempo, cuál era su comida favorita y que le encantaba
jugar a la pelota. A veces lo escuchaba hablar solo en su habitación mientras
se reía divertido, tal y como lo haría cualquier niño en su fiesta de
cumpleaños. Según él, hablaba y jugaba con su amigo Llumpy, y que su voz solo
podía escucharla él.
Al principio pensé que no se trataba más que de ese famoso
“amigo imaginario” que muchos niños tenían, además, Mike contaba con la edad perfecta
para eso, pero lo cierto es que en los días posteriores tuvieron lugar ciertos
acontecimientos que me hicieron pensar… Tener la mente abierta a otra
posibilidad… Todo aquel asunto me resultaba siniestro, no podía evitar el
pensar en que mi hermano había cambiado, ya no era el mismo... Yo nunca había
sentido mucho apego por ningún objeto en especial, ni siquiera por mi peluche
preferido cuando era pequeño, pero la estima y la dependencia tan grande que mi
hermano desarrolló hacia aquella “cosa” me ponía los pelos de punta… Tanto que
incluso varias veces creí escuchar una especie de risas extrañas que venían de
la habitación de mi hermano, aunque aquel hecho lo sitio más bien en la parte
ilógica de mi mente, esa que todos tenemos y que se alimenta de nuestra
sugestión. Pero lo que si pude escuchar, además con bastante claridad, el
inconfundible sonido de una pelota rebotando al otro lado de la pared, en el
cuarto de mi hermano, pero cuando me asomaba no había nadie, allí no había
nadie… Solo una pelota en el suelo, aún con movimiento a causa de la inercia,
bajo el cuadro de aquel dichoso payaso…
Preocupado se lo comenté a mi
madre, no sin miedo a que se riera de mí, pero ésta, al estar tan ajetreada aun
con muchas cosas que quedaban por hacerle a la casa, apenas me escuchó. Ella
decía que eran cosas de niños de su edad, pero yo no estaba del todo seguro… Durante
unos días pensé en la posibilidad de tirar aquel cuadro, romperlo, tirarlo a la
basura o incluso quemarlo, pero mi hermano estaba junto a él cada vez me sentí
lo suficientemente decidido como para hacerlo… Mi hermano pasaba tantas horas
al día junto a aquel lienzo que me hubiera resultado imposible incluso
descolgarlo de la pared y esconderlo antes de que se diera cuenta. No sabía
porque, pero había algo en mi interior que me alarmaba ante todo aquello, sobre
todo el día en que Mike empezó a decirme que su nuevo amigo quería que se fuera
con él.
—Ah, ¿sí? ¿Y a dónde vas a ir?
—Solía decirle yo cada vez que sacaba esa tontería de irse.
—¡Me voy con Llumpy!
—¿A la carpa del circo descolorido?
¡Maldito sea tu Llumpy! Lo que deberías hacer es tirar ese cuadro a la basura.
Como respuesta mi hermano solo me
devolvía rabietas, acompañadas de palabras insultantes que apenas podía
escuchar. Mi hermano nunca había sido dado a las palabrotas ni palabras mal
sonantes, siempre fue un niño sorprendentemente educado, por lo que aquellas
nuevas aportaciones a su vocabulario también me sorprendieron muchísimo.
Alguna vez que otra hablé con mis
padres sobre el tema, transmitiéndoles mis presentimientos y mi preocupación
hacia Mike, quizá necesitara un psicólogo infantil, pero ninguna de esas cosas
sirvió… Solo me respondían que era cosa de niños, que el cambio de aires le
había afectado así, que era normal que se hubiera encariñado tanto con aquel
cuadro que tanto le gustaba, que aquello demostraba que los cambios grandes
siempre afectaban de alguna forma a los niños de su edad.
Finalmente me di por vencido…
Los días siguieron pasando, y yo me
sentía cada vez más preocupado. Afortunadamente, durante ese tiempo ningún
circo había llegado a la ciudad, cosa que agradecí, pues no me había costado
mucho desarrollar un irrefrenable odio hacia los payasos desde que llegamos a
Clarkston.
Las noticias de asesinatos siempre
habían llamado mi atención, nunca supe por qué, pero sentía que cada vez me
sentía más atraído hacia aquellos temas, la criminología cada vez cobraba más
fuerza en mis proyectos de futuro. Entre todas las historias y los casos que
había podido leer, en muchos de ellos mencionaban a secuestradores, asesinos o
violadores que, en un intento de atraer a terceros, especialmente a niños, se
vestían con ropas llamativas, les ofrecían regalos, los embelesaban con dulces
palabras para cometer sus más oscuros crímenes… Y, entre todos esos personajes
que, desgraciadamente han tenido su lugar en la historia de mi país, los que
más me sobrecogían eran los que se vestían de payaso, payasos como Llumpy… Como
resultado, más odiaba aquel maldito cuadro…
No tardé mucho en volver a discutir
con mi hermano, ya que no hacía falta esforzarse mucho para hacer saltar aquel
carácter tan sugestionable e irritable que había desarrollado, y aquella vez la
cosa llegó a más… Harto de escuchar tantas tonterías le grité:
—¡Pues si tanto quieres a tu payaso
vete con él y déjame a mí en paz! ¡Niño estúpido!
Mike me lanzó una última mirada de
odió antes de entrar en su habitación y cerrar la puerta de un portazo, y digo
la última vez porque… Aquella fue la última vez que lo vi…
* * * * *
Las sirenas de los coches de policía
fueron habituales en Clarkston durante las siguientes dos semanas, los
noticiarios televisivos se habían hecho eco de la desaparición de Mike, equipos
de rescate, policía montada y canina lo buscaban día y noche. Nuestra casa
estaba vigilada pero, dentro de ella el insomnio de días empezaba a oscurecer
cada vez más nuestras esperanzas.
Mi madre no había dormido nada desde
entonces, solo algunas horas, y eso gracias a unos somníferos que mi padre se
encargó de darle. En solo una semana pareció haber perdido más de 10 kilos, su
rostro estaba extremadamente delgado, sus ojos hundidos y unas profundas ojeras
negras eran lo que más resaltaba en el blanco de su piel. No hablaba, ni
siquiera el psicólogo que se le adjudicó pudo arrancarle nada que no fueran
llantos.
Durante los interrogatorios
iniciales ninguno de los tres supo decir el lugar exacto en el que habíamos
visto a Mike por última vez, solamente yo pude decir que lo ví entrar en su
cuarto después de haber discutido con él, pero como ya era normal, no le dieron
mucha importancia a mi testimonio. Se encerró en su habitación, con Llumpy…
Desde entonces arrastro la culpa de su desaparición, solo yo lo empujé a que se
fuera, a que desaparecieron con mis hipótesis y mis comentarios de empollón
insufrible que no hacían más que dejarlo en ridículo…
Ninguno de los tres nos atrevimos a
tocar nada de su habitación, dejamos las cosas tal cual él las había dejado,
incluso la cama estaba a medio hacer. Yo apenas me asomé a ella, no podía dejar
de pensar que mi hermano se había ido de casa por culpa mía, por culpa de aquel
estúpido cuadro, que seguramente lo había descolgado y se había ido con él bajo
el brazo, pero… Para mi sorpresa, el cuadro seguía allí, colgado en la pared,
sonriéndome…
Cuando hubieron pasado ya tres
semanas desde la desaparición de mi hermano, a mi padre le dieron el permiso de
volver a nuestra casa, en nuestro estado, volver a nuestra vida. Nuestro
vecino, el Señor Smith, fue el que nos ayudó a subir todos los macutos al coche,
mi madre estaba completamente ida, como un zombie…
Justo antes de irnos, y ya montados
en el coche, mi padre le devolvió a Mary las llaves de la casa, que con gran
pena intentó consolarnos con palabras que, aunque contuvieran la mejor voluntad
del mundo a nosotros nos parecían tan vacías… Fue en ese momento cuando
aproveché para volver a entrar a la casa, quería comprobar algo que había
estado rondando por mi cabeza día y noche desde que Mike se fuera.
Cuando subí los escalones por última
vez, estos apenas crujieron bajo mis pies, como si ya se hubieran acostumbrado
a nuestro peso el tiempo que llevábamos allí, el pasillo me siguió dando la
misma impresión del primer día, el de un siniestro, pero a la vez lujoso Hotel.
Pero cuando entré en la habitación de Mike la sensación fue diferente, fría,
sobrecogedora… De repente me sentí como un intruso en aquel lugar, como si
estuviera perturbando la paz de aquello que allí se encontraba, como si
sobrara…
Entre todos los cacharros que había
aún allí, pelotas, peluches, o varios vagones de su tren de juguete, algo
rezumaba mal… Me acerqué a aquel cuadro que colgaba de la pared, un aura oscura
parecía rodearlo. Mi corazón se encogía más con cada paso que daba, nunca antes
me había dado tanto miedo algo, pero lo peor aún estaba por venir… Cuando ya
estuve lo suficientemente cerca pude ver, además de aquella sonriente y
siniestra faz que me devolvía la mirada, a la enorme carpa que se levantaba al
fondo, con la pareja de débiles siluetas infantiles a su lado… Perdón, ¿he
dicho pareja? No, amigo… Algo en aquel cuadro había cambiado, algo en aquel
cuadro me llenó de terror, paralizando y congelando la sangre en mis venas,
haciendo que mis ojos quisieran escapar, pegarse a aquel cuadro como para
cerciorarse de que lo que veían no era una alucinación… Ya no eran dos, sino
tres las figuras que en aquel lienzo se cogían de la mano…
Me ha gustado mucho, Ana. Los payasos son terroríficos y los cuadros que te siguen con la mirada también. Muy buena idea la tuya para combinar ambos en un mismo relato. ¡Un abrazo!
ResponderEliminarMuchas gracias, amiga. Tiene algún que otro fallito del que me estoy dando cuenta ahora, pero en cuanto pueda lo corregire. Los payasos siempre me han dado miedo, no se porque, es una angustia tremenda la que siento al verlos! Es como si todo lo malo se escondiera detrás de ese maquillaje tan alegre.
EliminarUn abrazo!
Digno relato de Horror para el mes del miedo, estuvo genial, los payasos siempre dan mala espina, sobre todo cuando tienen mala cara.
ResponderEliminarOdio esos padres que nunca le hacen caso a sus hijos, gracias a Dios que los míos siempre me escuchan.
Por cierto mi madre tiene un cuadro aterrador que no sabemos de donde salió (No tiene un payaso XD) pero parece una especie de momia, hasta me da miedo fotografiarlo.
Saludos Ana.
Hola, Augusto!!
EliminarPor desgracia la fobia a los payasos suele causar más risa que credibilidad, entiendo que el miedo a las arañas sea más fácil de comprender que el miedo a los payasos, pero existe, vaya si existe...
Wow, ya me gustaría ver ese cuadro que dices!! Jajajaja, mi madre tenia un centro de mesa de porcelana, era la cabeza de un payaso, tenía una cara preciosa pero no podía con él, un día que pude lo tiré de la mesa y le eché la culpa al gato, entonces me quedé a gusto. Espero que mi madre nunca lea esto, jajaja, es verídico.
Un saludo!
Jaja tu madre te va a descubrir tarde o temprano
EliminarQue va... Espero que no, jajaja, fué hace muchos años, ya no vivimos no en la misma casa.
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