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lunes, 22 de octubre de 2018

La inspiración de Roma.



     Una de las épocas más emocionantes, interesantes e inquietantes de la humanidad, fue sin duda el renacimiento. Durante los siglos XV y XVI la cultura nacía a raudales en cualquier rincón de la península italiana, en el que cuyos artífices tenían ya nombres propios: Botticelli, Leonardo, Bernini… Decidme, ¿qué es lo primero que se os viene a la cabeza al leer estos nombres? ¿Quizá dibujos? ¿Bocetos? ¿Obras de arte de valor incalculable? ¿Pequeños estudios con olor a pintura?  Sin duda, el legado de arte que nos dejaron estos personajes es valiosísimo pero, desde luego, creo que otra parte igual de importante en su historia es, también, la crónica de sus celos.
     Hoy en día sigue produciendo una emoción especial, emoción que yo misma sentí hace solo unas semanas, al levantar la mirada hacia ese brillante y colorido techo de la Capilla Sixtina. O en el Louvre, allí donde se encuentra uno de los cuadros, o mejor dicho, el cuadro más famoso del mundo, La Guioconda. Su autor, Leonardo Da Vinci, era un hombre de manías, pulcro, aseado, seguramente con porte de aristócrata, pero sin duda, y a parte de todo eso, fue un adelantado a su tiempo, un buscador incesante del alma natural de las cosas. Leonardo era un hombre en el que todos se fijaban, al que todos admiraban, hasta que a principios del siglo XV surgió otro genio, el considerado por algunos como el mejor escultor de la historia, Miguel Angel Buonarroti.
    No es sabido por muchos el detalle de que estos dos personajes fueron auténticos antagonistas, el uno en la vida del otro, y no fueron pocos los testigos de la enemistad entre ambos. Por eso, por indagar esos detalles de la historia que tan curiosos me resultan de conocer en mis viajes, no me centraré en sus obras en estos relatos, sino en la envidia que algunas de las mentes más extraordinarias de nuestra historia se profirieron unas a otras.

EL FISGON CELOSO

         ¡Dios! ¡Estas dichosas escaleras parecen estar malditas! —Gritó de repente Bramante, haciendo saltar al joven pintor en su andamio de madera.
—¿Qué pasa ahora? ¿No consigues ese efecto infinito que tanto ambicionas? Hazlas como se han hecho toda la vida…
El joven Rafael llevaba ya tres años en Roma, tiempo que había aprovechado para desarrollar aún más su arte bajo los buenos consejos de su amigo, y gran arquitecto, Donato Bramante, el mismo que lo había ayudado a conseguir ese gran trabajo para decorar unas estancias del Vaticano. En realidad, él nunca imaginó llegar tan lejos, le estaba muy agradecido a Donato, realmente, por edad, cariño y asesoramiento, había sido casi como un padre para él, pero no quitaba que muchas veces su genio lo pusiera de los nervios…
Con un gran coraje, el arquitecto agarró sus pergaminos garabateados y los lanzó fuertemente contra una de las paredes que aún estaban por pintar. No contento con eso, rebuscó en los bolsillos de su túnica cualquier objeto que pudiera utilizar como proyectil para destrozar los odiados bocetos. En uno de aquellos lanzamientos, una pequeña llave de latón resonó al rebotar contra el suelo de mármol. Al oír el tintineo, Bramante pareció calmarse, clavando sus grandes ojos grises en el llavín.
—Oye, Rafael —dijo entonces, su tono pícaro no gustó mucho al pintor—. ¿Quieres ver lo que está pintando Miguel Ángel en la Capilla Sixtina? Ahora no está, se ha ido a Florencia. No hay nadie y yo tengo la llave.
Rafael era un hombre honesto, cortés. ¿Cómo iba a hacer tal cosa? Sería casi como un robo... Pero de pronto, aquellos frescos se convirtieron en la cosa del mundo que más quería ver. Miguel Ángel no le debía sacar más de cinco años, pero su aspecto desaliñado, su rostro greñudo y su actitud, engreída y cargante, hacía que pareciera tener al menos veinte más. El florentino llevaba meses, él solo, pintando la gran bóveda de cañón de la capilla y no dejaba entrar ni a las moscas. ¿Cómo serían sus pinturas? ¿Tendrían la misma fuerza y originalidad que sus estatuas de mármol?
—No sé si deberíamos… —respondió tímido el joven, dejando caer casi sin darse cuenta su fino pincel de pelo de marta. Por suerte, la expresión del caballo de Atila no sufrió ningún cambio, seguía mirándote, fijamente, casi desafiante…
—Vamos —animó Bramante—. Nadie se va a enterar. Miguel Ángel es un escultor competente, no digo que no, pero todos sabemos que no es pintor. Cuando veas sus garabatos, te vas a reír. ¡El pintor eres tú! Su santidad tenía que haberte encargado el techo a ti, no a él. Además, sólo vamos a mirar.
Con actitud decidida, el arquitecto recogió la llave del suelo y salió andando hacia la capilla. Tras dudar unos segundos, Rafael le siguió.
 —¿Estás seguro de que nadie nos va a ver?— Susurró a su amigo una vez estuvieron ante la puerta de la sixtina, pero éste, como si no le escuchara, metió la llave en la pequeña cerradura y la giró. Un ligero gemido, parecido al de un baúl al abrirse, llenó en corto pasillo en el que se encontraban. Los dos curiosos entraron en la capilla para encontrarse con que el andamio de Miguel Ángel la ocupaba casi por completo. El olor concentrado a lo tura era intenso, casi mareante.
—Ve con cuidado— dijo Bramante a su amigo, enseñándole el camino por entre el bosque de tablones.
Tan pronto como pudo, Rafael miró hacia arriba. Lo que vio le atravesó como un rayo, pero de su boca no salió ni una palabra. Bramante, también en silencio, cogió una escalera que se encontraba en el suelo junto a la pared, la levantó hasta que descansaba en el primero de los travesaños del andamio, y comenzó a escalar. Rafael le siguió como en un sueño. Ya no vacilaba, no dudaba… Tenía que ver aquellas imágenes que parecían brillar en lo alto del techo. Estaba realmente hipnotizado…
Sin bajar ni un segundo la vista, el joven llegó al final de la escalera, y sin esfuerzo alguno, cosa que no pudo decirse de su compañero, se tumbó sobre los tablones para disfrutar aún mejor de su visión. La división principal del techo, el mismo que el artista había empezado a decorar, estaba hecha con varios paneles que representaban escenas del Génesis, cuyos personajes, visiblemente influenciados por el dominio de la escultura de Miguel Angel, perdían su pequeña apariencia para casi llegar a las mismas proporciones de cualquier ser humano que se pusiera a su lado. Todas ellas eran armoniosas, tanto en su colorido como en su conjunto, y parecían tomar posturas casi imposibles. Entre las escenas se encontraban, ya completamente terminadas, la creación del arca, de la luz y, aunque estuviera empezada, la de Adán… Ese Adán que quedaba justo encima de su cabeza era espectacular, robusto, único, titánico y hermoso, estirando su diestra hacia la mano de su creador, de la que aún solo se apreciaba el contorno, y que ya jamás llegaría a tocar.
Los paneles, al igual que el resto de la composición, estaban siendo enmarcados por elementos arquitectónicos pintados con extremos realismo, y sobre los cuales algunas figuras se sentaban o recostaban.
Rafael no tardó en sentir algo en el corazón, algo así parecido a la vergüenza de estar ante una creación que él jamás sería capaz de igualar, algo que lo llevó a recordar uno de los sentimientos más amargos que había podido sentir en la vida, pero a la vez de los más placenteros, cuando se encontró por primera vez con una pintura de Leonardo da Vinci.
Inmediatamente, Rafael supo que Miguel Angel era un ser superior, tenía algo… Una originalidad casi divina de que él carecía y que jamás tendría.

Aquel descubrimiento hizo cambiar la manera de pintar de Rafael. Nada de lo que vió aquel día le provocó celos, sólo en anhelo de aprender y captar algo de aquella fuerza de Miguel Angel para sus propias creaciones.
 (Esta es la mejor foto que pude sacar entre la marabunta de gente que había ese día en el Vaticano. Esta es una de las paredes de las estancias de Rafael, en el que aparece el caballo que he mencionado en el relato. En la obra, el Papa del momento pedía personalmente a Atila el Huno que abandonara Roma, que no la saqueara (seguramente pagándole, pero claro, ese es un dato bastante feo en la historia). El caballo del general, el de color gris y morro blanco, parecía seguirte con la mirada, dando igual el lugar en el que te situaras en la habitación).

 UN REY INDECOROSO

Florencia, año de nuestro Señor de 1504.

Su cuerpo era musculoso, perfecto en cada uno de sus centímetros. Su brazo izquierdo estaba elevado hasta casi tocar su hombro, portando la insignificante contrincante de Goliat, mientras el derecho permanecía en reposo. A primera vista podía apreciarse el ligero, pero desproporcionado, tamaño de esta última extremidad aunque, a pesar de ello, aquella mano podía considerarse toda una obra de arte en sí misma. Sus dedos, sus uñas, sus venas hinchadas y marcadas al reposar sobre su muslo, resultado de situarse por debajo del corazón, hacía evidente el amplio conocimiento del escultor sobre el cuerpo humano.
    Ante aquella obra se habían reunido varios hombres ilustres, entre los cuales se encontraban algunos de los artistas más reconocidos del momento, que debían de decidir su ubicación final. A pesar del cansancio, ninguno de ellos era capaz de apartar su mirada la figura.
     El David, como así lo habían bautizado, era el único resultado de la petición de la Opera del Duomo para la construcción de doce fríos titanes pertenecientes al Antiguo Testamento, ya que por diversas circunstancias que ahora no vienen al caso, todo el plan inicial había cambiado.
Dicha obra acababa de ser concluida por Miguel Angel Buonarroti, el mismo que había permitido que tan sólo unos pocos privilegiados pudieran presenciar su nacimiento del mármol. El joven había empezado a apartar trozos de material a golpe de cincel directamente después de haber dibujado la perspectiva principal en el bloque de piedra, rechazando así cualquier clase de estudio previo para el resultado de la obra definitiva, indispensable para cualquier escultor o arquitecto, como el de preparar un pequeño boceto o maqueta que pudiera darle una mejor idea del resultado final. Todo aquello, además teniendo en cuenta que aquel gigantesco mármol había ya sido utilizado y dañado por otros artistas, no había supuesto ningún problema para Miguel Angel. Sorprendentemente, y como resultado, El David había logrado superar todas las expectativas de los miembros de la asamblea, incluido, con todo su pesar, al suspicaz y meticuloso Da Vinci.
Leonardo había tenido ya la oportunidad de conocer el trabajo del joven florentino seis años antes, tras el encargo de una piedad por el Cardenal Lagraulas como monumento para su propio mausoleo. La serenidad de aquel rostro virginal realmente había conseguido hacer surgir en él el sentimiento que el creador realmente quería, la reflexión sobre el paso al otro mundo, al mundo espiritual, al mundo divino…
El David había sido diseñado para ser admirado desde cualquiera de sus ángulos, algo de lo que carecía la que él consideraba su gran obra, la misma en la que se encontraba trabajando entonces: La Gioconda, aquella que debía representar el culmen de su carrera, su obra magna… En la que llevaba ya dos años trabajando. Leonardo sabía que aquel retrato terminaría de darle la fama que se merecía, la que haría que sus obras sólo fueran dignas de ser poseídas por reyes u otros personajes de alta alcurnia, por lo que no le importaba el tiempo que le llevara terminarla a pesar de los múltiples retoques que había sufrido. Su modelo, la joven Lisa Gherardini, había fallecido a causa de parto antes de que a él le diera tiempo de concluir el retrato, dejando su rostro a medio terminar. Más de un año había pasado ya desde aquello, y él aún seguía buscando la manera de plasmar sobre su lienzo aquella ligera sonrisa, intentando recordar aquellos finos labios que ni una sola vez habían temblado a la hora de posar.
Leonardo no había permitido que nadie viera aquella pintura antes de que estuviera terminada, algo que sólo estaba haciendo con aquel trabajo, si a Miguel Angel le funcionaba, ¿por qué no a él? Pero, por supuesto, aquello nunca lo admitiría.
De repente, unos fuertes golpes sobre la mesa irrumpieron la ensoñación de Da Vinci. Un provecto Boticelli se llevó las manos a las sienes con gesto de dolor cuando el portavoz de la reunión, Pietro Perugino, dejó de dar golpes junto a él. El cansancio ya era más que evidente en todos ellos.
—Señores… —Comenzó a decir el pintor—. Ya llevamos aquí tres días, por lo que les pido encarecidamente que tomen una decisión. Esto no puede alargarse más. Florencia entera tiene el derecho de gozar de la visión que ahora mismo tenemos nosotros.
Las últimas palabras fueron pronunciadas por Perugino al mismo tiempo que levantaba su diestra hacia el imponente David. Fue en aquel momento, justo al clavar sus ojos por segunda vez en la dura y fría piel de mármol, cuando Leonardo sintió un calor insoportable que subía por su garganta. No podía soportar que tal obra eclipsara la suya, ¡no podía permitir que se expusiera ante toda Florencia!
—Bien… Lo someteremos a votación —apuntó Cosimo Rosselli, levantándose de su silla—. Creo que la Loggia dei Lanzi es la ubicación favorita por todos, ¿no es así?
—Lo era —respondió Perugino—. Pero el propio artista me ha hecho saber su preferencia por ubicarla frente al Palazzo Vecchio, en la Piazza della Signoria.
—¡¿Disculpe?! ¿Ha dicho frente al Palazzo Vecchio? —Leonardo también se puso en pie, aquello ya era demasiado para él.
—Así es, y creo que después del tiempo que le ha dedicado, lo mínimo que podemos hacer es tener en cuenta la opinión de su creador.
Aquello no podía ser… No podía permitir que la escultura se expusiera de aquella manera, ¡no podía hacerle sombra! La Piazza della Signoria era una de las más importantes y transitadas de la ciudad, aquel no podía ser el lugar…
—Discrepo, Pietro, pero en mi humilde opinión, esta estatua tan… Bella… Debería ser incrustada en un nicho, de esa manera solo podría apreciarse su frontal, y no donde la espalda pierde su casto nombre. —Leonardo tragó saliva y continuó—. Con todos mis respetos, ¡esta obra es inmoral! Solo mirarla te hace sentir como un infractor, no podemos permitir que todo el mundo la vea. ¡Es totalmente obscena e indecorosa! Realmente, ¿qué podemos esperar de los escultores? Son sucios, y más que artistas parecen panaderos, siempre cubiertos por ese polvo blanco… No contéis con mi voto para esto.
Da Vinci se dispuso a abandonar la sala, pero justo en el momento en que apartaba su silla, un joven harapiento, de escasa barba castaña, entró en la sala clavándole unos ojos grises brillantes de ira. Era evidente que el joven, que no debía de tener mucho más de veinte años, había estado siguiendo la reunión sin ser visto, y para el asombro del resto de la asamblea, avanzó hacia Leonardo a base de zancadas, más propias de un mangurrián que de alguien civilizado, para propinarle un fuerte puñetazo en la cara. La inercia hizo que el pintor cayera de espaldas sobre el suelo.
Leonardo se llevó rápidamente las manos a la cara, intentando detener el reguero de sangre que ahora manaba de una de sus mejillas. Al mirar hacia arriba, pudo ver al joven sacudir la mano con la que le había propinado el golpe antes de que otros dos hombres lo sujetaran. Boticelli lo ayudó a levantarse del suelo, pero él ni siquiera lo miró, no apartaba sus ojos del agresivo polizón, al que ahora acompañaban hacia la puerta de la sala dándole tirones de los brazos. La confusión que Leonardo tubo en un primer momento sobre la identidad del joven, se esfumó al escuchar los ofensivos improperios que manaban de su boca.
—¡Sabes que soy mejor que tú y que el mundo me recordara a mí más que a ti, por eso no quieres que mi obra sea admirada! ¡Maldito carcunda! ¡Bultuntún! ¡¡Sólo espero poder encontrarte por las calles!!


Aquella fue la primera y única vez que ambos artistas coincidieron en una misma sala, y gracias a Dios…

Retrato de Leonardo Da Vinci. (1452-1519)

Miguel Angel Buonarroti. (1475-1564)

Después de ver con más detenimiento estos retratos, y de leer todo lo que he considerado necesario para escribir estos relatos, no puedo evitar pensar en lo estirado que debía de ser Da Vinci (supuestamente, claro. Si todos juzgáramos a los demás solo por las apariencias...) Aunque, creo que estos dos escritos dicen a gritos quién de todos los genios del renacimiento, tanto por su trabajo como por su especial forma de ser, llamó especialmente mi atención, ¿verdad?
Por supuesto, para ambos escritos me ha ayudado muchos de los detalles que pude conocer allí, además de ponerme al día para ello nada más llegar a casa. En ellos no puede faltar la realidad que envolvieron a dichos momentos, pero con ese toque fantasioso (o no tanto) que,como bien sabéis, tanto me gusta dar a las cosas. ¿Qué veríamos si pudiéramos asomarnos a través de un agujerito, aunque sólo fuera por unos segundos, a aquella época?
¡Espero que hayáis disfrutado de estos dos relatos! Roma me ha inspirado tanto que, de alguna manera y poco a poco, tengo que ir sacando de mi cabeza esas ideas que he tenido, y todo lo que me ha inspirado. A aquellos seguidores más asiduos de mi blog, decirles que esta misma semana continuaré con la publicación de "¡Palabra de monstruo!", de la que no me he olvidado ehhh, y también os compensaré de alguna manera.
¡Un abrazote y nos seguimos leyendo!



2 comentarios:

  1. Jo, Ana. Haces que la Historia cobre vida. Dos relatos que nos hacen testigos de excepción de dos momentos en los que los genios del Arte sacan su lado más oscuro: el de la envidia y el egoísmo. No puedo imaginar el trabajo de documentación realizado, pero sí tu enorme talento para plasmarlo con una naturalidad que hace que no se note. Me parece que podría salirte un libro de relatos fantástico ficcionando estos momentos históricos. Un fuerte abrazo y... ¡aplausos!

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    1. Hola, amigo!
      ¡Muchísimas gracias! pero créeme cuando te digo que no ha sido tanto el trabajo de documentación como lo que he disfrutado escribiendo estás historias, cuando algo te gusta o te llama la atención, ¡las palabras te salen solas! Y si, fíjate que hace mucho tiempo que pense lo mismo que tú, ¿que tal un libro de relatos de momentos de nuestra historia? Algunos más fantasiosos que otros, no hay más remedio... ¡Pero estaría genial! Ya lo tengo casi preparado, además. Será un libro de relatos en la que incluyo varios relatos de los que ya publique por aquí, como el de Alejandro Magno, Mary Shelley o Virginia Poe, ¡Y muchos de los ineditos que aun esconde mi ordenador!
      ¡Un abrazo fuerte, David! Tus escritos se echan de menos.

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