Etiquetas

sábado, 17 de noviembre de 2018

El verdadero amor del poeta.

En muchas ocasiones, cuando leemos sobre algún personaje, historia o acontecimiento histórico, siempre hay algo que llama especialmente nuestra atención si nos gusta el tema, pero, cuando en esa historia aparece un amante del mundo animal como fué Lord Byron, la cosa se vuelve aún más especial.
Os comparto un relato que ha fluído solo de mi mano, como esperando a que lo empezara, y que he dedicado a ese gran poeta romántico con un fuerte lado perruno .
Este pequeñito que veis aquí tiene ya cuatro añitos, como pasa el tiempo... Con lo pequeñito que era y ahora es el perro de los Baskerville. ¡Primo lejano del perro de mi historia!

EL VERDADERO AMOR DEL POETA.


El viento de Londres era frío y húmedo, y por si fuera poco, una ligera lluvia empezó a mojar la calle de arena. Sin duda se trata de una ciudad bella pero, por desgracia, no había tenido el tiempo necesario para disfrutarla como merecía. Aunque, pensándolo fríamente, tampoco me sentía con el derecho de quejarme…

Realmente, reconocía que había sido un privilegiado entre muchos, ya que tuve la oportunidad, gracias a mi padre, de cursar la tan ansiada carrera de medicina en Escocia, concretamente en Edimburgo. Hacía solamente dos meses desde que hubiera presentado mi tesis, por lo que se podía decir que en aquel momento podría estar esperando una carta que me prometiera una plaza en uno de los hospitales más famosos del país pero, en cambio, me encontraba en la puerta de un hotel de la capital a punto de emprender un viaje en calidad de médico personal, quién sabe por qué lugares de Europa, con mi nuevo jefe, el cual había quedado en recogerme aquella mañana para dirigirnos al puerto. El era escritor, lo cual, siendo sincero, me hizo más ilusión que el hecho de ejercer mis estudios. Era cierto que había estudiado algo que muchos en Gran Bretaña querrían, dado la gran demanda que había de nuevos doctores por aquellos tiempos, pero mi verdadera vocación siempre fué una… Escribir, componer, dar vida a todas las ideas que bailaban en mi cabeza era el sueño de mi vida, y con él, ahora lo podría conseguir.

Por mis manos había pasado numerosos volúmenes que había devorado antes que los dedicados a la anatomía. Ellos y sólo ellos habían sido mis mejores amigos durante el tiempo que viví en aquella residencia de Escocia. Desde Shakespeare, Víctor Hugo o Austen. Pero, entre todos ellos, había otro poeta que siempre había llamado especialmente mi atención, no por su alta vida de lujos y excentricidades, sino por su forma de narrar, su forma de ver la vida, su forma de sentir… Y aquel poeta era Lord Byron, mi jefe… Aquel que en cualquier momento doblaría la esquina de la calle para dirigirse al Hotel Royal, en cuya recepción había pensado en cobijarme cuando la lluvia empezó a apretar.

Realmente, el trabajo de todos esos escritores había sido todo un regalo para mí, y también fueron los responsables de que hubiera empezado a desarrollar una de las pasiones que más oculta tenía en mi alma por miedo a mi padre, la poesía… Durante los últimos tres años había conseguido hacer mis propias composiciones, escribir mis propios versos… Aunque, en realidad, nadie los había llegado a leer nunca, lo cual las convertía en obras aún incompletas. Todas aquellas hojas garabateadas ocupaban más de lo que me hubiera gustado admitir en mi maleta, ya que superaban en número y espacio a mis enseres médicos. En lo más profundo de mi corazón deseaba que él pudiera ser el primero en conocerlas, corregirlas, darme su más sincera opinión sobre ellas, ¿quién mejor que uno de los grandes poetas de mi tiempo para criticar mis escritos? Sinceramente, esperaba que mi relación con él llegara hasta el punto de confianza suficiente para ello.

Solté la maleta y la dejé caer al suelo, ya no soportaba más su peso, y me subí un poco más el cuello del abrigo. La lluvia no amainaba, al contrario, la cortina que formaba cada vez se hacía más densa delante de mí, haciendo que incluso cualquier persona que pasara junto a mí no fuera más que una masa borrosa. Pero mi maleta no estuvo en el suelo mucho tiempo, ya que apenas dos minutos después, ví como un lujoso carruaje doblaba la esquina. Tiraban de él dos enormes caballos negros que me parecieron los más hermosos que había visto en mi vida, algo me dijo enseguida que se trataba de mi transporte. Volví a agarrar mi bulto, abandoné el resguardo de la entrada al hotel, y me acerqué al borde de la acera. El coche, hecho completamente en madera, fue frenando poco a poco hasta detenerse justo delante de mí, levantando con sus ruedas el barro que ya formaba el suelo de la calle. Por suerte, mis zapatos se libraron de las salpicaduras.

El chofer se giró hacia mí, rozando la mojada ala de su sombrero en señal de saludo, e indicándome con un movimiento de cabeza que subiera. Yo me apresuré a ello, pero justo en el momento en que iba a abrir la puerta, por su estrecha ventanilla se asomó una enorme y peluda cabeza negra de lengua rosada. Mi impresión fue tan grande que me hizo resbalar y caer al suelo.

—¡Boatswain!— gritó una voz tras el can. Después, mi anfitrión abrió la puerta y me miró—. ¿Jhon Polidori? —preguntó con una sonrisa.

—El mismo. ¿Lord Byron?

—El mismo. Por favor, suba doctor, la lluvia está apretando. —Y con un gesto cortes, me invitó a subir.

Una vez resguardado, sacudí las mangas de mi abrigo. La lluvia me había calado más de lo que creía. Casi sin darme cuenta, Lord Byron me acercó una toalla seca, la cual acepté con una mal disimulada timidez.

—¿Llevaba mucho tiempo esperando? —preguntó.

—No mucho, pero ha empezado a llover justo cuando salía.

Cuando tapé mi cara con el paño pude aprovechar para observar con mayor disimulo a mi distinguido anfitrión. Era alto, bastante alto, y eso que estaba sentado. Su cabello era largo y rizado y, al igual que sus ojos, del color de las castañas. Al no haber podido contar con la posibilidad de conocerlo antes, pude constatar con mis propios ojos que las historias que decían sobre él eran ciertas, se trataba de un joven muy atractivo. Un fino y cuidado bigote hacía resaltar aún más sus ya perfectamente perfilados labios, y un sobresaliente mentón reforzaba aún más sus facciones delicadas, pero a la vez viriles. También pude percatarme de que junto a él, apoyado sobre su pierna, descansaba un bastón de cabeza de marfil. El enorme terranova, sentado a su diestra, no apartaba sus ojos de mí, y aunque yo no pudiera ver los suyos, sí que distinguía entre aquel pelo azabache el brillo inteligente de los mismos. Era un animal enorme, tanto que incluso me aventuraría a decir que no había visto un perro tan grande como aquel en toda mi vida. Su cabeza era fácilmente más grande que la mía, y sus orejas, inclinadas hacia atrás con cada caricia de su amo, me hicieron apreciar su nobleza.

—Siento que te haya asustado. —Se excusó Byron, tuteándome de repoente, como si me conociera de toda la vida—, pero es la primera vez que me voy a separar de él, quería que me acompañara hasta los muelles.

—No me parece mal, Señor.

—¿Te gusta los animales, Jhon?

—Cla… Claro, Señor. Aunque por mis estudios aún no he podido disfrutar de la compañía de ninguno, suelo caerles bien.

El poeta sonrió con satisfacción, era evidente que mi respuesta le había gustado.

—Y dime, ¿sueles viajar en barco?

—Lo cierto es que no. He pasado estos últimos años en Edimburgo, y el medio más veloz que he llegado a utilizar es el tren.

—Bien…— Lord Byron se reclinó sobre el asiento—. Te gustará entonces…

Durante el resto del camino no cruzamos una sola palabra, se veía que el poeta no era muy dado a la charla, al menos con los hombres… Pero aquello no me importó, ya que había podido comprobar con alivio que mi lengua, presa de los nervios, no se había paralizado ante él. No quería que la primera impresión que tuviera de mí fuera la de un joven tímido.

El bullicio de Londres en plena revolución industrial era ensordecedor, y al mirar por la ventana, lo que más me parecía ver era un enjambre de hormigas que caminaba lentamente bajo el polvo de las calles. La lluvia cesó en unos minutos, y el cielo se despejó. Claramente pude ver a lo lejos, asomándose como un titán entre los destartalados tejados, a la cúpula de San Pablo, recortándose sobre un cielo que tornaba a rojo y ensuciado con el humo de las chimeneas. No tardaría mucho en volver a llover.

Al llegar a los muelles nuestro barco esperaba. Me sorprendió el hecho de que no hubiera nadie más para embarcar, ya que las personas que se apelotonaban bajo su casco no portaban maleta alguna. Luego me enteré de que aquel navío debió haber zarpado hacía ya una hora, y que solamente estaba esperando a su último pasajero.

Nada más vernos llegar, dos mozos corrieron hacia nosotros para recoger el equipaje de Byron, no me sorprendió cuando no hicieron lo mismo con el mío.

Mi anfitrión se apeó del carruaje con ayuda de su bastón, entonces pude ver cual profunda era su cojera, pero con su mero porte y fuerte actitud, parecía hacer de aquel defecto una virtud. Incluso podría llegar a resultar atractivo…

—Ha sido un placer, Daniel. —Le dijo a su cochero.

—Que tenga un buen viaje, Señor…

Pero Byron no pareció escucharlo, ya que se volcó en el perro como si de su primogénito se tratara. Sus grandes manos acariciaron con cariño la negra cabeza, mientras la rosada barría su rostro de un lado a otro.

—Adiós, Boatswain. Te prometo que no tardaré, hay muchas juergas que tenemos que correr aún tú y yo.

Con pasos lentos, los dos mozos y yo seguimos a Byron por la escalinata de babor, el mismísimo Capitán lo esperaba justo a su final, no quería perderse la llegada de una celebridad a su barco, a sus dominios…

Los dos hombres apretaron sus manos al mismo tiempo que el grave sonido de la sirena anunciaba la puesta en marcha de las máquinas. Casi sonámbulo, los seguí hacia la popa del barco, donde se apelotonaban otra veintena de pasajeros que se despedían con pañuelos de sus familiares en el muelle. Un sonido ensordecedor de silbidos y gritos me hicieron casi desear taparme los oídos.

La lluvia empezó a caer de nuevo cuando el barco se empezó a mover. La inseparable niebla de la ciudad ya se acercaba a nosotros como un gran manto hecho con telas de araña, tan gris y húmedo como los días que me esperaban. Durante algunos minutos, Lord Byron y yo permanecimos pegados a la popa, mirando hacia los muelles junto a un estirado Capitán. La figura del gran terranova no dejaba de moverse nerviosamente de un lado a otro, era evidente que no comprendía por qué su dueño se marchaba sin él. Cuando la niebla le tapó nuestra visión, empezó a ladrar.

—¡Amigo! ¡Boatswain! ¡Espérame, no tardaré! ¡Te lo prometo! —gritó mi jefe, acercando sus manos a su boca.

Una leve sonrisa apareció en sus labios cuando el perro, pareciendo comprender, dejó de ladrar. Pero aquella sonrisa se borró rápidamente cuando lo vió chapotear…

Siguiendo su mirada, pude ver como la enorme mancha negra se acercaba a nosotros. Los enormes mechones de pelo negro flotaban a su alrededor haciendo que pareciera más grande todavía.

—¡¿Pero adónde vas?!

Daniel empezó a hacer sonar un silbato para llamar su atención, pero nada aparte de Byron parecía merecer la atención de Boatswain. La lluvia seguía cayendo cada vez más, y el río se embravecía con cada gota que le caía. Hasta nosotros llegaron los gritos de varios de los hombres que se encontraban en el muelle, todos llamando al atrevido perro, pero ninguno de ellos lo suficientemente valiente como para seguirlo.

Todos observamos con horror como la corriente empezaba a empujar al perro río abajo, alejándolo cada vez más del barco.

—¡Capitán, pare el barco! ¡Se va a ahogar! —gritó un nervioso Byron al jefe del buque, pero éste, sin una mínima expresión de compasión, le respondió:

—Lo siento, Señor. Ese es un sacrificio muy grande para este barco, volver a arrancar las calderas nos llevaría un tiempo que retrasará notablemente nuestros horarios. Sólo si se tratara de una persona me…

El Capitán aún no había terminado de hablar cuando Byron prácticamente me lanzó su bastón y se sacaba botas. La cara de sorpresa del Capitán no superó la mía cuando lo vió saltar por la borda. Las hélices no tardaron en parar.

Tras la zambullida de Byron, se escucharon claramente los gritos y chapoteos de los que estaban en el muelle. Muchos de ellos lo imitaron, pero el frío pareció frenar a una minoría. Pronto, Boatswain se vio rodeado de brazos antes de que a su dueño le diera tiempo a llegar a él. Sus grandes zarpas azotaban en agua como palas negras, pero con una habilidad elegante y segura, solo propia de su raza, increíblemente diseñada para el medio acuático.

Cuando el barco se detuvo unos mozos bajaron un bote, observé como aquel gran poeta ayudaba a su perro a subir a él, para luego hacerlo él, aguantando el frío, la humedad y el dolor solamente por el bienestar de un animal, su amigo… En aquel momento me pregunte que si hacia aquello por un perro, ¿qué cosa no sería capaz de hacer por una mujer? Pronto pude comprender que ninguna…


No hay comentarios:

Publicar un comentario