Hay muchos episodios en la historia que, al conocerlos, de alguna manera logran no dejarnos indiferentes. No me estoy refiriendo a grandes logros, inventos o, incluso, grandes obras del arte o la literatura, que también tienen su mérito, ¡por supuesto que sí! Sino a los momentos protagonizados por una clase de personas que, en lo personal, creo que solo se repiten una vez cada cientos de años.
Esta clase de personas siempre me parecen hechas de otra pasta o, al menos, de esa pasta original de la que en un principio todos estuvimos hechos. En varias ocasiones, ha sido saber de ellas lo que me ha hecho volver a creer en la humanidad, una humanidad que, para no engañarnos, cada vez esta más corrompida y aleada de lo que debe significar ser la especie dominante que tanto podría hacer por nuestro planeta y el resto de las criaturas que lo habitan.
Desde la valentía de Mariana Pineda en 1831, cuando fué acusada de coser una bandera que simbolizaba la lucha contra la monarquía, hasta el coraje y la decisión del pueblo de griego en la Segunda Guerra Médica, en la que Esparta y Atenas se unieron para detener su invasión de sus tierras.
Monumento a Leónidas, en el mismo emplazamiento en el que se desató la batalla de las Termópilas.
Es en estos últimos en los que me quiero centrar, ya que el coraje es una de las cualidades que más admiro en los seres humanos, pero dicha cualidad tienen más valor aún cuando, a pesar de ella, sabes que tu destino ya esta sellado.
Para que os hagais una idea de hasta que punto admiro esta cualidad, os dire que uno de mis más preciados personajes, al cual le he dado vida durante mi viaje como escritora, un gigantesco dragón llamado Nilath, se refiere a los seres humanos de la siguiente manera:
"Yo no soy amigo de los humanos, los humanos sois patéticos… Sois
idiotas, insignificantes, ignorantes… Aunque, he de reconocer, que en muchas
ocasiones me resultáis curiosos, muy curiosos… En todas las batallas en las que
he tenido la oportunidad de participar he sido testigo directo del fin de muchas de vuestras
vidas absurdas, muchos de vosotros seguís luchando cuando todo está perdido, u
os detenéis cuando creéis que todo está ganado, cuando eso nunca pasa… Preferís
renunciar a las más absolutas riquezas solo por poseer eso que llamáis amor, y
dais la vida por vuestros semejantes cuando ellos por ustedes no harían lo
mismo… Curiosos sois los humanos, sin duda… Quizá por eso es que disfruto tanto
cuando os devoro…"
El siguiente relato quiero dedicarselo al mismísimo Leónidas, a sus 300 espartanos y al resto de heroicos guerreros que los acompañaron en su última batalla contra el abaricioso y arrogante rey persa, Jerjes I, al cual doy voz para así acentuar aún más lo que quiero resaltar en el relato. Digamos que sería la historia paralela a la de Leónidas.
Espero de todo corazón que lo disfrutéis.
Cuatro habían sido los días que había
esperado cuando llegué a la entrada ese estrecho pasillo de piedra que formaba las
Termópilas, la ubicación exacta elegida por el rey de Esparta para llevar a
cabo su osada estrategia defensiva contra mí. Solamente esperé por un motivo, darle
así una oportunidad de retirarse, ya que, debido a la evidente ventaja de mis
guerreros, la cosa no pintaban muy bien para él. Pero aún así, él no se retiró…
Al amanecer del quinto día mandé el primer ataque, pero para mi sorpresa mis efectivos fueron reducidos casi a la mitad a manos de aquellos griegos. No puedo negar que aquello me descuadrase, no podía creérmelo, ¿cómo era posible que un ejército de no más de siete mil hombres, miserable comparado con el mío, me hubiera hecho frente de aquella manera? ¿Quién era capaz de hacerle frente a El Grande, al más poderoso rey del Imperio Aqueménida? ¿Quién se atrevía a hacerme frente a mí, aquel que había sido capaz de abolir los reinos de dos grandes tierras como eran Egipto y Babilonia? ¿Quién osaba a enfrentarse al Rey del mundo, con tan ridículo grupo? Realmente debían de ser estúpidos para siquiera intentarlo.
Al amanecer del quinto día mandé el primer ataque, pero para mi sorpresa mis efectivos fueron reducidos casi a la mitad a manos de aquellos griegos. No puedo negar que aquello me descuadrase, no podía creérmelo, ¿cómo era posible que un ejército de no más de siete mil hombres, miserable comparado con el mío, me hubiera hecho frente de aquella manera? ¿Quién era capaz de hacerle frente a El Grande, al más poderoso rey del Imperio Aqueménida? ¿Quién se atrevía a hacerme frente a mí, aquel que había sido capaz de abolir los reinos de dos grandes tierras como eran Egipto y Babilonia? ¿Quién osaba a enfrentarse al Rey del mundo, con tan ridículo grupo? Realmente debían de ser estúpidos para siquiera intentarlo.
Confiado que con el próximo ataque
las tornas cambiarían, envié así a mi tropa de élite, formada por diez mil
guerreros, los mismos que me guardaban lealtad hasta la muerte, los inmortales…
Llamados así por su rapidez de sustitución cada vez que uno de ellos caía en el
campo de batalla, deshaciendo así la sensación de superioridad del enemigo.
Esta clase de hombres eran considerados en varias culturas como una especie de
semidioses capaces de aniquilar destacamentos enemigos con su mera presencia. Pero para mí desgracia, la realidad se tornó distinta, ya que éstos sangraron
igual que cualquier otro cuando sus torsos fueron atravesados por las lanzas
hoplitas, cayendo con una velocidad que nunca antes había visto.
Siete días después, los restos de más
de veinte mil de mis hombres habían sido retirados del campo de batalla,
mientras que Leónidas había hecho lo mismo solo con dos mil. Ni siquiera mis
fieros elefantes de guerra, todos ellos arrojados por el precipicio por los
griegos, habían conseguido siquiera aplacar a una docena. ¿Qué era lo que
estaba pasando? ¿Quizá los dioses no me eran propicios? ¿Qué dios se atrevía a
llevarme la contraria? ¿Qué nueva y singular estrategia estaban llevando a cabo
los griegos para obtener semejante ventaja?
Demarato, un exiliado griego que solía pregonar que en su juventud había llegado a ocupar el mismísimo trono de Esparta, me acompañaba, y realmente
confiaba en él en cuanto a estrategias griegas se refería. El mismo me había
dicho que todo aquel ejército de siete mil hombres atacaría en tropel, como si
fueran uno solo, pero se había equivocado… El hecho de que solamente una parte
de ellos le hiciera frente al ataque de mis tropas me hacía sentir aquello que
era innombrable para mí, y fue precisamente por eso por lo que no sentí
satisfacción al conocer de boca de mis espías que gran parte de su ejército se
había retirado, interponiéndose ahora solamente mil quinientos entre en gran
Xerxes y su objetivo.
Aquella incómoda y extraña situación
me hizo recordar inevitablemente a mi padre, Darío I, el mismo que fue
rechazado en la batalla de Maratón, la cual formó su último intento de someter
Grecia. Recordaba que había vuelto a casa con la mirada baja por la vergüenza y
la humillación, ni siquiera quiso que los sirvientes lo viera así. En su relato aseguró haber subestimado claramente el poder bélico de los
griegos, ya que su expedición por entonces no había resultado lo bastante
contundente como para darle la gloria. Aquel capítulo de su vida había hecho
crecer en mí un odio visceral hacia los griegos, y aquella era mi oportunidad de
vengarme.
En aquella ocasión estaba seguro de
contar con unas hordas mucho más importantes que las de mi padre, una autentica
miscelánea de culturas que ahora estaban bajo mi poder, conocedores de las más
diversas y extrañas técnicas de guerra que no había visto jamás en poder del
enemigo. En cambio, el ejército de Esparta era pequeño, y más aún ahora,
reducido solamente a trescientos efectivos, siendo el resto proveniente de
Tebas y Atenas. El ejército enemigo era precisamente tan pequeño porque, desde que
nacían, cualquier hombre que tuviera alguna clase de discapacidad era rechazado
para formar parte del mismo, y posteriormente eliminado... Siempre había sabido
que eran especialmente duros, ya que desde la temprana edad de siete años ya
empezaban a formarse como hoplitas, y aquello que tenía delante era el
resultado de tan duro trabajo. Eran maestros de diversas armas, desde
larguísimas lanzas hasta espadas, acompañados de esos característicos escudos
redondos grabados con las bendiciones de sus familiares. Pero a pesar de todo,
aquel simple pueblo no iba a ser suficiente para detener mi avance aunque, por
otra parte, aunque lo que había visto en aquellos escasos días no había hecho temblar
mi seguridad, si lo había hecho con mis sentimientos… Observar a tan pocos hombres entregar
su vida de aquella manera para defender lo suyo me habían puesto los pelos de
punta… ¿Qué espíritu tan indomable debían contener aquellos hombres? ¿Tan
fuertes y grandes eran sus cuerpos para contener semejante coraje? Realmente,
aquello me era inconcebible…
En cuanto supe de aquella peculiar
división del ejército enemigo, no tuve más remedio que enviar a uno de mis
hombres con un mensaje para el Rey Leónidas, deseaba tenerlo delante de mí, lo
necesitaba… Me urgía darle un ultimátum, ya que dos de mis espías había
conseguido localizar un camino que bordeaba el Monte Oeta, el cual llevaba
directamente a los pueblos de Esparta, pero también proporcionaba una muy buena
posición a mis arqueros a la hora de acorralar a los enemigos. Realmente, a tan
digno enemigo se le habían acabado las opciones.
Cuando aquel hombre entró en mi tienda
me levanté de mi improvisado pero cómodo trono y me acerqué a él. Leónidas había
sido despojado de sus armas, pero no de su escudo. Tal y como me esperaba, presentaba un
aspecto relativamente sencillo para un rey. Su torso desnudo, cubierto
solamente por una larga capa escarlata que arrastraba unos centímetros sobre el
suelo, mostraba antiguas y nuevas cicatrices de sus seguros recuerdos en
innumerables batallas. Contaba más o menos con mi misma estatura, su negro
cabello estaba cuidadosamente peinado y tranzado al estilo hoplita, y sus ojos,
aquellos ojos negros… Nunca jamás había visto unos ojos como aquellos, tan
fieros, tan ardientes y tan expresivos. No había miedo en ellos, solo odio,
soberbia, decisión y algún que otro sentimiento más que se dejaba ver de una
manera impecable e intensa.
Aquel día ofrecí la rendición a mi
enemigo a cambio de perdonar su vida y la de los suyos, ofreciéndole además una
vida solo propia de los reyes como él, además lo invité a una suculenta cena
acompañada de vino Egipcio, intentando de alguna manera hacerle ver el poder
con el que contaba y de todo aquello que era capaz de tener o hacer sin mucho
esfuerzo.
—Mis hombres no nacieron para
rendirse, lo hicieron para defender a su pueblo hasta el final, no van a
rendirse ante un rey tan ostentoso y caprichoso como tú. —me espetó de manera
directa y sin vacilar.
—Entonces no me dejas otra opción que
aniquilaros… —Entre sus palabras y las mías
transcurrieron más segundos de los que hubiera deseado, mi última
intención era que mis enemigos me vieran vacilar o dudar, y no sabía por qué, pero
nunca había anhelado tanto el parecer seguro delante de alguien como en aquel
momento.
Pero para mi sorpresa, solo recibí
una sonrisa del espartano al responderme:
—Estaré encantado se seguir
conociendo a tus guerreros, bastante dignos de enfrentarse a mí en realidad.
Reconozco su valentía.
Acto seguido se levantó y se dirigió
a la puerta, no volvió la vista atrás. Lo último que ví fue su larga capa
ondeando a su espalda, al igual que un débil efluvio de sudor que desapareció
en cuestión de segundos. Jamás había conocido a un rey tan decidido, ni tampoco
tanta valentía contenida en un solo cuerpo, ni siquiera yo contaba con ella… ¿Era
miedo lo que sentía?
Por mi cabeza solo pasaba una idea,
que aunque ganase la guerra, que ya era suya, siempre iba a perseguirme la
sombra de aquel hombre… Aquel hombre que, como todos los de su pueblo, ni siquiera
siendo conocedor de una muerte segura había dado un solo paso atrás, de hecho,
ni siquiera parecía habérselo planteado. Sabía que no iba a sucumbir a ninguna
de las tentaciones que le pusiera por delante. Fue en ese mismo momento cuando
tuve claro que, aunque podría ganar fácilmente aquella guerra, jamás lo haría
contra el espíritu de Esparta. La sola idea de tener que convivir con aquel
fracaso hacía que mi rabia e impotencia se desataran de una manera tal
Sin pensármelo dos veces, me levanté
de nuevo y me dirigí a zancadas hacia la puerta, Leónidas no estaba aún muy
lejos, y ante él, su ejército de trescientos hoplitas lo aguardaban en la
entrada del pasillo rocoso. Las lanzas que sostenían verticalmente, las mismas
que fácilmente doblaban su estatura, parecían formar un campo de afiladas
estacas preparadas para seguir bebiendo sangre.
—¡No os queda ninguna otra salida,
Rey Leónidas. Cubriré el cielo con mis flechas! —Le espeté con rabia.
El espartano se volvió, volviendo a
clavar en mí sus ojos negros mientras continuaba sonriendo en un gesto que
llegaba a alcanzar y a iluminar sus ojos.
—Mejor así, a Esparta le gusta
combatir en las sombras. —Después, se giró hacia sus hombres—. ¿Habéis oído,
muchachos? ¡Esta noche cenaremos con Hades en el infierno!
Ellos le respondieron con un fiero
gritó unísono que hizo estremecer a las mismísimas Termópilas, parecían recibir
con alegría la noticia de su rey. Realmente, no sabría definir lo que sentí en
aquel momento, pero fue lo suficiente como para respetar una última noche para que
mi enemigo se despidiera en paz de su vida mortal.
En el ataque del día siguiente lo
primero que hice fue indicar el lanzamiento a mis arqueros, todos ellos
perfectamente posicionados entre las rocas. La cantidad de flechas que cortaron
el aire cubrieron el cielo de tal manera que incluso la luz del sol desapareció
durante unos segundos. El Rey Leónidas fue de los primeros en caer, ya que se
encontraba en primera fila, encabezando su parte del ejército. Fue herido de
muerte, ya que no pocos dardos habían conseguido acertar en sus piernas y
muslos, la única parte que su escudo no había podido cubrir en su totalidad
ante tan letal lluvia. Aunque algunas también se mantenían clavadas en su pecho
y en sus brazos, pero a pesar de aquello, aún se mantuvo unos segundos en pie,
mirándome fijamente a mí… Dirigiéndome una mirada que, a pesar de contener todo
el fuego del mundo, me heló el corazón. Jamás nadie había llegado a causar
tanto temor en mí con una simple mirada. En aquel instante supe que las
Termópilas habían sido creadas por los dioses para la grandeza de Leónidas.
Después, el fiero rey calló desplomado sobre la arena. Justo en ese instante el
resto de sus hombres abandonaron el corredor, lanzándose como leones sobre mi
ejército persa con una sonrisa imborrable en sus rostros. De las primeras cosas
que hicieron fue rodear el cuerpo del rey caído, con la intención de defenderlo
de la mutilación del enemigo, no tardaron muchas horas en caer…
No mucho tiempo después, el paso de
las Termópilas quedaba definitivamente abierto ante mí, el mismo paso que ahora
sentía que había sido creado por los dioses exclusivamente para la grandeza de
Leónidas me invitaba a entrar y rodearme de sus casi cavernosas y rocosas
paredes para apoderarme de todo lo que me quedaba aún por hacer.
Después de aquello, me dejé caer
pesadamente en mi sillón, por alguna razón que mi orgullo me impedía reconocer,
me sentía vencido… Como si fuera un mísero perdedor ante el único hombre que
había admirado de alguna manera, aunque aquello tampoco lo reconocería jamás.
Mi padre, Darío I, fracasó en Maratón, pero ahora yo se lo había hecho pagar a
los griegos, pero de alguna manera esa venganza en nombre de mi padre no me
importaba… No sentía nada al ver aquella galería abierta ante mí.
Mis anillos dorados volvían a
clavarse en las heridas abiertas de mis dedos, tanta era la rabia que sentía
que ya ni recordaba la última vez que había relajado mis manos. Unos pasos a mi
espalda me hicieron girarme, Demarato se acercó a mí con una leve sonrisa en
los labios y las manos sobre su vientre
—Enhorabuena, Emperador… Ya tiene el
paso abierto.
Pero yo ni siquiera lo escuché:
—Sé que he vencido, Demarato… Pero
por alguna razón no puedo evitar sentirme perdedor. Desde anoche, cuando
mantuve esa conversación con Leónidas, supe que había perdido.
Me detuve a pensar otra vez, sin
apartar la vista del paso abierto. Era cierto que todos los griegos, y
especialmente los espartanos, luchaban hasta el final por defender su honor y
sus tierras, lamentablemente, de mi ejército no se podía decir lo mismo… Si
bien era cierto que entre mis hordas se hallaban algunos de los más fieros
guerreros que había visto jamás, ninguno de ellos había llegado ni a la mitad
de la altura de mis rivales de aquellos días. Otros tantos de mis guerreros
eran esclavos, no solo se encontraban allí por lealtad a mí, por lo que
comprendía que su coraje a la hora de luchar no era tan fiero como debería,
pero aún así… Aún así acababa de ver como apenas mil hombres aniquilaban a
buena parte de los míos.
—Dime, amigo —dije volviéndome de
nuevo hacia mi consejero, relajando las manos que ya empezaban a sangrar por la
presión de las sortijas—. ¿Hay más como estos?
La sonrisa que se formó en el rostro
de Demarato sí que alcanzó sus ojos, iluminados por un brillo que no supe
definir, como si disfrutara al estar a punto de responder la pregunta que
más anhelaba escuchar de mis propios labios:
—Majestad… Tras este paso hay ocho
mil más esperándole.
Impresionante, Ana. Me has transportado a las Termópilas y me has mostrado a Jerjes con tal intensidad de emociones, contradicciones y dudas que me ha parecido que me estuviera hablando. Un relato que se nota documentado, épico, pero sin duda el tratamiento del personaje es sencillamente espectacular, te lo digo muy en serio.
ResponderEliminarTambién le he ido poniendo las imágenes de 300 y ese rugido que es cierto que pone los pelos de punta.
Un abrazo!
¡Hola, David!
Eliminar¡Pues muchísimas gracias! Siempre me gusta documentarme a la hora de escribir, sobre todosi se va a tratar de una historia tan real y tan verídica como esta. como si yo realmente hubiera sido una espectadora de esas escenas. Y precisamente porque me gusta tanto la historia la cuido tanto. Pero, como ya me viene pasando con mis últimos relatos, este relato tampoco me terminaba de convencer, no sñe por qué. Creo que de alguna manera sentía que no lograba darle a Jerjes ese sentimiento de sentirse vencido de la manera que se debió sentir, la impotencia quelo tubo que dominar. Tu comentario me ha aliviado en ese sentido, jajajaja. Qué bueno que te haya llegado de esa manera. Gracias, por tus palabras, de verdad.
¡Y sí! Lo de las imágenes de 300 creo que le pasará a todo el qe lo lea, jajajaja.
¡Un abrazo!
Genial, Ana, genial.
ResponderEliminarDespués de varios meses en dique seco, me ha dado un atracón de Ana Través, ja ja. Y he quedado satisfecho. Este último relato ha sido el mejor postre.
La magnífica documentación, la impresionante narración, la caracterización (lo mejor) del personaje, nada menos que un rey, que habla por propia voz, hacen de tu trabajo, extenso, cuidado, algo que se disfruta de principio a fin. Grandes detalles, como la presencia de Demarato, o la cuidada recreación de todos los movimientos de tropas, nos hacen ver hasta que punto cuidas y te interesa la veracidad historia. Pero todo ello sin dejar de lado un punto de vista muy personal, original y sugerente.
Y el final, dando paso a otros, no menos heroicos y épicos momentos, como Salamina o Platea, hitos en ese devenir humano que tan bien planteas en tu introducción, es sencillamente perfecto.
Mi más sincera enhorabuena, compañera. Encantado de leerte. Te espero en nuevas entradas
Mil besos
¡Hola, amigo!
Eliminar¡Pues espero que te haya dado probecho el atracón, jajajaja!
Como también le he dicho a David, muchas gracias por tus palabras. Este segundo comentario me va a hacer dudar entre si darle un repasito o no a este relato, pero me parece a mí que menos dos o tres erratas que se me han quedado por detrás, lo voy a dejar tal y como está.
Esos momentos que tu nombras también son dignos de narrar, Isidoro, y no crear que no lo he pensado. Tengo tanto en la cabeza y tantas escénas histíricas que me gustaría escribir que me dá rabia tener que ir dejando algunas por el camino. ¡Aunque esa que nombras la tendré en cuenta!
De nuevo, muchas gracias. Y lo mismo te digo,¡nos vemos en nuevas entradas!
¡Un abrazo!
Perdón, el corrector ha añadido un acento en tu apellido, sin mi consentimiento. Ya he tomado las pertinentes medidas disciplinarias. No volverá a pasar
ResponderEliminarBesossss
¡Ahh, nopasa nada!, Jajajajaja. Si supieras en la cantidad de documentos que está esa errata... Dios mío... Que reveldes son estos ordenadores...
Eliminar¡Estupendo relato, Ana! ¿Sabes qué habría quedado genial? Sí me permites la sugerencia, claro: que pusieras en algún sitio que Xerxes no sabía si conseguían herirlos o no, ya que los espartanos vestían de rojo en la batalla precisamente para ocultar la sangre. No puedo evitar que me salga la vena erudita, hija, ja, ja, jam
ResponderEliminarPor lo demás, me ha parecido estupendo y que has captado muy bien el pensamiento de Xerxes.
Un abrazote, preciosa!