Tú no, tengu...
Apenas contaba con veinte años cuando pisé
aquel templo por primera vez. La batalla del norte de Kyoto me había dejado
lisiado y, aunque solo fuera por un corto periodo de tiempo, temí quedar cojo
para el resto de mi vida. El
maldito Señor Yoshiba había conseguido abandonar
su castillo, escapando así de nuestra emboscada ninja, y ahora, todas las
autoridades de la capital nos buscaban a mis compañeros y a mí. Ninguno pudo
evitar nuestra división durante la huida, por lo que ya llevaba varios días sin
saber nada de ellos, algo que me hizo llegar a pensar que yo había resultado
ser el único superviviente. En aquellas condiciones no podía permitir que los
okappiki dieran con mi paradero, y aquel lugar estaba tan escondido en las
montañas, incluso casi camuflado por la vegetación, que me resultó perfecto. Además,
necesitaba urgentemente refugiarme en algún lugar ante la inminente caída de
las primeras nieves.
Antes de cruzar el enorme torii que guardaba la entrada, enterré cuidadosamente mis dos sai y algún que otro makibishi que aún me quedaba. Lo hice bajo un árbol bastante alejado del santuario, el cual era bastante llamativo. Seguro que no tenía ningún problema en recordarlo.
Cuál fue mi sorpresa cuando nada más tocar la campanita de la entrada, ví salir a dos individuos jóvenes y vestidos de blanco.
Siempre había sabido que los monjes suelen ser personas solidarias, amables y hospitalarias pero, aun así, no dejó de sorprenderme el increíble trato que tuvieron conmigo.
Entre tres de ellos, me llevaron a una
habitación pequeña en el fondo del templo mientras me preguntaban de dónde
venía y, nada más verlas, se dispusieron a curar mis heridas, las cuales me
encargué de decirles que habían sido a causa de caerme de un caballo. Todos ellos
eran amables y entregados, más o menos dentro de una misma línea eremita, todos
menos uno que destacaba sobre los demás, Okamoto, que nada más ver mi rodilla
dijo con un tono seco:
—Esa no es una herida hecha por una caída—. Y nada más, nunca volvió a dirigirme
la palabra durante toda mi estancia allí, solo miradas de reojo con una seriedad
propia de una persona que en vez de sangre, tuviera hielo en las venas.
Al oírlo estuve a punto de contestar algo del tipo: “¿Qué sabrás tú de heridas, simple monje?” Pero menos mal que no lo hice… Ya que, cuando pude observar mejor lo que había a mi alrededor, no tardé en percatarme de que me encontraba en un templo yamabushi, también conocidos como aquellos que se postran en las montañas, unos legendarios monjes guerreros seguidores del Shugendo.
Durante su historia, los yamabushi habían
participado en alguna que otra batalla junto a samuráis y ninjas pero, durante
el tiempo que yo llevaba metido en aquel mundo, no había tenido la desgracia de
toparme con ninguno de ellos. Digo desgracia porque siempre me ha fastidiado
bastante el tener que lidiar con alguien con creencias que siempre consideré
tan estúpidas, o peor aún, convivir con ellos. Por suerte, no se me dio tan mal
fingir devoción y fe.
La actitud de Okamoto no me preocupo para nada, pues de sobra sabía que un
yamabushi jamás hablaría mal en contra de nadie, por muy recién llegado que
fuera. Y por el resto todo iba bien, cada uno iba a lo suyo y no se preocupaban
por el pasado de nadie. Las cosas terrenales ya no contaban con ningún valor
para ellos, sobre todo para los de mayor edad, como Tamura el más anciano de
todos. Tamura apenas salía de su habitación, solo para salir al patio antes del
anochecer para la última oración diaria, cargaba una ceguera total desde hacía
casi veinte años, y los últimos tres los había dedicado por completo a la
momificación en vida. Su alimentación solo consistía en vayas y cortezas, por
lo que su piel era lo más parecido a un pergamino de miles de años, seco,
amarillento y arrugado.
Como decía, no me costó mucho seguir el rollo
a los monjes, y debí hacerlo tan bien que no tardaron en nombrarme como a uno
más de sus hermanos en solamente el plazo de dos meses. Aunque la mayoría de sus
costumbres como los rezos, meditaciones y ayuno me parecían lo más estúpido del
mundo, intentaba aparentar ser el más implicado e interesado en ellos, aunque
en miles de ocasiones comía durante los ayunos gracias a pequeños bocados que
escondía bajo mi túnica previamente, aprovechando los momentos en que ninguno
de los “hermanos” me miraba. La verdad es que aún me sorprendo de mí mismo
cuando pienso en el aguante que tuve ante tanta gilipollez...
Como a todo monje que se precie, no tardaron ni dos días en ponerme a currar,
por suerte, mi cometido no me incomodo en lo más mínimo; cuidar o, más bien
estar pendiente del anciano Tamura. Creedme que sé que soy un estúpido y un
irrespetuoso con todo lo que me rodea y en lo que no creo, pero si de algo
estoy orgulloso de mí mismo, es del respeto que desde pequeño me inculcaron
hacia mis mayores. Estar al lado de Tamura fue casi un honor para mí, la parte
del trabajo que consistía en mantener y limpiar las armas no tuvo nada que
ver...
Los yamabushi eran guerreros espirituales, no como los soldados de los
terratenientes, y su conexión con la naturaleza estaba estrechamente ligada al
uso de las armas para defender cualquier clase de vida con la que nos podamos
encontrar en nuestro camino, pero aquellas armas eran realmente
espectaculares... Eran expertos en una gran variedad de ellas, como el yumi y
el daisho o, como en el caso de Okamoto, la niganata. A parte de todas aquellas
habilidades, también solían ser bastante expertos en la práctica del ninjutsu,
una de las artes ninjas que formaba mi especialidad. Por desgracia, aquellos
tiempos en los que algunos de nosotros se disfrazaban de monjes, ayudados por
ellos mismos, para así poder pasar más inadvertidos para los enemigos, había
terminado. Ahora nos miraban como enemigos, como apestados… Muchas fueron las
ocasiones en las que tuve la sensación de que el avispado de Okamoto me
apuntaba a propósito con su arco. Era más que evidente que sabían quién era yo,
pero sus estúpidas creencias lo obligaban a permanecer callado y no dejarme en
evidencia. Una prueba más de lo estúpidos que eran mis salvadores.
Muchas veces, mientras limpiaba o afilaba
aquellas armas, el propio Tamura me relataba sus mejores hazañas con ellas
cuando era joven. Parecía que el sonido del roce del metal le traía recuerdos.
Aquellas conversaciones le gustaban, y durante ellas el tiempo pasaba sin que
me diera cuenta. Aquel anciano demostró en poco tiempo ser una de las personas
más sabias que pude conocer jamás, además de empático, comprensivo y que sabía
escuchar, aunque nunca me atreví a contarle la verdad. Pero como ya sabéis,
nadie es perfecto, y él no iba a ser menos... Tamura creía en toda clase de
energías, sobre todo la espiritual, y aseguraba hablar con seres del otro lado,
como kodamas o tanukis. Al yo decirle que no creía en aquellas cosas él
sonreía:
—¿Por qué no crees?
—Nunca los he visto —respondí sin levantar la vista de la hoja que pulía.
—No hace falta ver para creer. —Sus pupilas, completamente blancas y ciegas, parecían
estar observando a través de la ventana, como si realmente estuviera viendo
algo en el jardín—. ¿Sabes? Alguien me
dijo una vez que solo puedes ver a aquellas criaturas cuando tú mismo eres una
de ellas, y a los monstruos también... El karma es muy poderoso, Arai, quizá la
energía más poderosa del mundo. Jamás olvides eso...
En ocasiones, aunque escasas, también me gustaba acompañar a algunos de mis “hermanos” hasta la aldea más cercana, para hacernos con algunos víveres y, sobre todo, de las donaciones de la gente que seguía con devoción la labor de los yamabushi. También aprovechaba para conseguirle a Tamura esas cortezas de las que se alimentaba en exclusividad, y que lo dejaban reseco. De regreso al templo siempre me quedaba un rato a observar el camino que dejábamos atrás, apoyado en el gran torii, el mismo al que siempre le regalaba alguna caricia a modo de agradecimiento. No sé por qué, pero al pasar al otro lado me sentía protegido… Como si de repente todas esas energías protectoras a los devotos sintoístas existieran realmente, haciéndome sentir que solo con atravesarlo estaría a salvo, que nadie podría hacerme nada, que nadie podría detenerme aunque descubrieran mi identidad. Era grande, imponente, creo que uno de los más grandes que vi nunca, y de color rojo sangre. Su madera desprendía un leve olor a humedad que me encantaba oler cada vez que me evadía en mis propios pensamientos. Quizá, aquella sensación era la que más me gustaba de estar allí.
Una vez, durante una de aquellas visitas a la aldea, me topé con uno de mis antiguos compañeros. A Takano lo creía caído, y realmente me sorprendió que me reconociera bajo aquellas ropas, además teniendo en cuenta el cuidado que tenía para que no me reconociera quien no debía.
Aprovechando que ninguno de los mojes me veía, me acerque a él.
—Amigo… No sabes cuánto me alegro de verte—. Me dijo al darme un fuerte abrazo.
Al mirarlo me dio la sensación de que había envejecido más de diez años de golpe, y que su delgadez era extrema.
—¿Cómo estás, Takano? Te veo cambiado…
—Si… Pro estoy bien, todos estamos bien, al menos los cinco que conseguimos escapar de la guardia de Yoshiba —Al pronunciar aquel nombre, miro nervioso a su alrededor—. Hemos estado todo este tiempo escondidos en el bosque, hasta que han bajado la guardia.
—¿Quiénes? ¿Cuántos estáis en el bosque?
—Eso no importa ahora… Veo que estas con los yamabushi, siempre fuiste un chico listo… ¿Alguien sospecha de ti?
—No, y si lo hacen no dirán nada.
—Bien… Nos han informado de que Yoshiba ha vuelto a su castillo, es el momento de volver a atacar. Será nuestra última oportunidad antes de que llegue la nieve.
Con el rabillo del ojo, ambos vimos como Okamoto se acercaba a mí. Apenas me dio tiempo a despedirme de mi compañero antes de que éste se perdiera de nuevo en el bosque. Siempre envidié aquella habilidad que el poseía para ser tan rápido y silencioso como solo lo sería un animal, mi “hermano” ni siquiera lo vio.
Lentamente, volvimos hacia el santuario en completo silencio. Ligeras gotas de lluvia empezaron a caer sobre nosotros, chocando contra las rocas y las hojas de los árboles. Aquel repetitivo sonido siempre me resultó relajante, además si iba acompañado por aquel olor a humedad y a tierra mojada que ya lo inundaba todo. Y precisamente tranquilidad era lo que necesitaba en aquel momento.
Una vez entregué el recado a Tamura, me retiré al jardín trasero. Seguía lloviendo, y el sonido constante de la lluvia contra las campanas del jardín me ayudó aún más a concentrarme. Después de aquel encuentro con Takano sabía perfectamente qué era lo que tenía que hacer.
Cuando llego la noche procuré tener todo preparado para el descanso de Tamura, sabía que lo hacía para despedirme de él y, que de alguna manera, él lo intuía.
Más tarde, aquella misma noche, y tras asegurarme de que todos mis compañeros ya estaba dormidos, me dirigí sigilosamente hacia la sala principal. Allí, dentro de uno de los retablos, en una pequeña vasija, se guardaban las limosnas y donaciones recaudadas de los viajes a la ciudad. Cogí todo lo que pude, cerciorándome de que llenaba bien mis bolsillos pues, independientemente de que tuviera buenos o malos resultados, no sabía cuánto tiempo tendría que sobrevivir con aquel dinero. Después de haberme hecho también con algunas provisiones para el viaje, y tras echar un último vistazo a la que había sido mi casa aquellos últimos meses, abandoné el templo. No me resultó muy difícil volver a localizar el árbol bajo el que había enterrado mis armas, y tampoco me costó mucho dar con ellas. Una vez equipado y habiéndome asegurado de portar todo lo que necesitaba, empecé el camino hacia la mansión Yoshiba.
No tardé en localizar a mis antiguos compañeros en sus alrededores, donde la vegetación de las afueras de la capital formaba el escondite perfecto para unos vigilantes de naturaleza casi felina. Los abracé uno a uno, resultándome evidente las malas condiciones que habían tenido que soportar en aquel lugar. Después de todo, el que mejor había escapado era yo.
Sin pensármelo dos veces, repartí entre ellos la poca comida que tenía encima y, tras reponer fuerzas, todos nos dispusimos a vigilar la morada enemiga.
Aquel maldito ser había secuestrado y violado a la hija de nuestro señor un año antes, motivo por el cual nos había enviado a nosotros para acabar con él de la forma más discreta posible. En aquel sentido, los ninja éramos para los terratenientes adinerados como los samuráis para los grandes señores de Japón. Nuestro honor dependía de lo que fuéramos capaces de demostrar para limpiar la imagen o defender el honor de nuestro “amo”, por lo que no nos lo pensamos dos veces a la hora de aceptar el asedio, dispuestos incluso a sacrificar nuestra existencia para vengar a su primogénita.
La guardia de Yoshiba era escasa en la madrugada, y no llevábamos mucho tiempo esperando hasta que la luz del torreón, seguramente la de sus aposentos, se apagara. Solo esperamos unos minutos más para volver a atacar. Pero aquella vez tampoco salió bien…
Por muy buena que fuera su habilidad, la debilidad había hecho mella en mis compañeros, que en poco tiempo fueron cayendo uno a uno en manos de los guardias de Yoshiba. Solo unos minutos pasaron para que me diera cuenta de que no teníamos nada que hacer.
Aguanté todo lo que me permitieron las fuerzas, pero cuando cayó el último de mis compañeros tuve claro que tenía que escapar, aprovechando la oscuridad que todavía lo cubría todo, y sólo tenía un sitio al que podía ir…
Sé que fue una actitud cobarde, que mi deber estaba en caer con mis compañeros si tenía que hacerlo, si era aquello lo que el destino tenía guardado para nosotros, pero yo corrí… Corrí hacia el santuario, el único lugar en el que me sentiría seguro ante los guardias que me perseguían.
Durante gran parte del camino no dejé de mirar hacia atrás, pero el momento en el que me perdí en la zona más profunda del bosque, dejaron de perseguirme. Aún así, no paré de correr hasta divisar la entrada. La visión del torii me hizo sentir una gran tranquilidad. Pero cuando fui a atravesarlo me topé con algo… Algo que me hizo caer de espaldas hacia atrás, cayendo sobre la tierra del camino. Era como una pared, un muro contra el que me había chocado.
Cuando me levanté, frotándome los riñones entumecidos, miré al frente y no vi nada, todo estaba como siempre, no vi ni rastro de aquel obstáculo con el que me había golpeado. ¿Me habría chocado en realidad con una de las columnas del torii por haber estado mirando hacia atrás?
Volví a acercarme, pero aquella vez lentamente, estirando el brazo por debajo de la entrada, mi mano no tardó en toparse con algo. Allí había algo… Algo invisible, como una especie de velo que me impedía la entrada. Era duro y frío como el cristal, y algo dentro de mí me decía que me alejara de él. Pero aquello no fue lo único… Un gruñido, parecido al de algún animal, me hizo retroceder de terror. Cuando lo hice lo pude ver… Un grueso hilo de babas caía desde lo más alto del torii de forma abundante y cayendo sobre mis pies, calando la tela que los cubría. Estaba caliente, y enseguida me hizo sentir arcadas.
Poco a poco fui levantando la mirada, con algo de miedo a lo que podría encontrarme allí arriba. Lo primero que vi fueron dos mechones de pelo larguísimo, que caían por ambas columnas en forma de manojos negros que parecían proceder del mismo lugar que dos enormes orbes que brillaban con fiereza bajo la luz de la luna. Aquellos ojos me miraban fijamente, reflejando el mayor de los odios que había podido ver o sentir en mi vida. Al verme dar un paso al frente, aquella cosa abrió una boca enorme, tan larga que parecía llegar de lado a lado del arco. Sus dientes eran largos y afilados como espadas, entre ellos seguía filtrándose más hijos de transparente y repugnante baba, pero las uñas de sus garras eran aún peor… Y casi tan largas como mi brazo.
—De… Déjame pasar —tartamudeé sin poder de dejar de mirar los ojos de la criatura.
Aquella cosa pareció sorprenderse ante mí suplica, y con una voz cavernosa y grave me respondió con unas palabras que me hicieron sentir un absoluto terror:
—Tú no, tengu…
—¿Tengu? Yo… Yo no soy un tengu… —tartamudeé, dando dos pasos al frente—. Por favor, déjame pasar, necesito ayuda…
Pero aquella bestia se volvió a negar y, dando un salto desde lo alto del torii, aterrizó justo delante de mí. Sus enormes pezuñas quedaron a escasos centímetros de mis pies, y con un fuerte rugido, como el de un león, me obligó a retroceder de nuevo.
Su rugido me hizo sentir su cálido y pútrido aliento sobre todo mi cuerpo. No tuve más remedio que echar a correr hacia el bosque. Aquella fue la última vez que estuve tan cerca del templo…
De aquel encuentro ya han pasado varios
meses. Cada día que pasa me siento más irascible, incluso hay momentos en los
que no me soporto a mí mismo, y busco desesperadamente cualquier cosa o
situación para distraer mi mente de esta maldita desdicha. Mi nariz crece, y
mis uñas también, pero lo peor es que en mi espalda se abren grandes llagas que
darán paso a alas, emergiendo de mi cuerpo lentamente y atormentándome con un
dolor agonizante. Normalmente me siento acompañado por mis emplumados
compañeros, con los que me comunico a través de silbidos. Es curioso cómo, de
la noche a la mañana, una criatura que antes te parece tan insignificante pasa
a ser para ti como parte de tu familia, amigos inseparables y un apoyo
incondicional.
Mi vida es entre las ramas cada vez es más llevadera, pero sé que no es mi
hogar. Cada día vigilo la entrada del que fue mi templo deseando atravesarla,
aunque ya hace bastante tiempo que las autoridades dejaron de buscarme, hay
algo que me ata a ese lugar de alguna manera. Sigo observando como mis antiguos
compañeros siguen haciendo la vida que tanto anhelo, mientras el viejo Tamura
finalmente descansa bajo uno de los almendros más ancianos del jardín. Pero,
sobre todo, cruzo mi mirada con esa criatura, ese enorme otoroshi que parece
desafiarme con sus reflejos rojizos, como los de un demonio. El me desafía,
espera que me acerque, oteando continuamente las copas de los árboles que lo rodean,
nunca duerme, pero sé que algún día lo pillaré desprevenido, momento que
aprovecharé para atravesar su peludo lomo con mi espada.
No sé cuánto tiempo pasará, ni en qué condiciones lo haré, lo único que tengo seguro es que volveré a entrar...
Entrada de uno de los famosos templos sintoístas de Kyoto.
Los yamabushi son unos ancestrales monjes que existen en Japón desde su época feudal, lo que más atrae de ellos es su gran capacidad para combinar la vida de hermitaños y la de los grandes guerreros que llegaron a ser, sobre todo, durante la época Edo. Estos monjes, mezcla de budistas y sintoistas, llegaron a formar parte de grandes e importantes batallas, como la de Sekigahara en el año 1600 en la que unieron sus fuerzas a la de los samurais para ayudar a que Toyomomi Hideyori se hiciera con el mando de Japón.
Dentro del estilo zen de la vida en estos personajes, también existe su convivencia con los seres de la naturaleza, aquellos yokai benignos que ayudan a los seres humanos a encontrarse en paz y uno solo con la naturaleza. Ellos creen firmemente en el karma y en lo que este puede hacer con las almas una vez se supone tienen que pasar al otro lado, algunas simplemente siguen el camino que deben seguir hacia La Paz espiritual para ellos y aquellos que los amaron en vida, otros, debido a sus malas acciones, pasan a formar parte de aquellos condenados a vivir eternamente, amarrados a una existencia entre lo terrenal y lo espiritual, como puede ocurrir con los tengu, fruto de monjes que en su vida mortal fueron codiciosos o, de alguna otra manera, robaron o mintieron a su propia comunidad. Los tengu tienen fama de seres irascibles, casi siempre enfadados y con muy poca paciencia, aunque en alguna ocasión han ayudado a los seres humanos.
Por otro lado, también existen los yokai que nada tienen que ver con el karma, y cuya única función en ser una especie de guardián, como los kodama, o los tanuki. En el caso de los otoroshi, estas son bestias destinadas a resguardar lugares sagrados, impidiendo que no acceda a ellos ningún intruso indeseable. Sueles colocarse en lugares altos y de su visión no escapa nada ni nadie.
Espero haber plasmado bien estas ideas en mi relato, y que con estas explicaciones lo hayáis podido entender y disfrutar un poquito más. Reconozco que a veces, cuando algo me apasiona, se me va demasiado la olla.
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