Una magnífica desolación.
“Solo un artista o
poeta sería capaz de transmitir la verdadera belleza del espacio”.
Buzz Aldrin, 1969.
Ya habían
pasado más de diez minutos desde que Neil me hubiera dejado solo en el Módulo
Lunar. Desde mi transmisión de radio había podido escuchar la confirmación de
que ya había puesto el pie en la superficie, y también el aplauso y los gritos
de Houston. Las primeras imágenes del hombre en la luna ya habían sido vistas
por todo el planeta. Era mi turno de bajar, y lo sabía. Lo único que me retenía
era el absoluto silencio, tanto desde la señal de radio como del exterior, tan
profundo que por un momento me pareció escuchar los latidos de mi propio
corazón, tan fuerte que temí que me dañara los tímpanos.
No escuchaba
voces, ni siquiera al pequeño taladro para recoger las muestras que mi
compañero portaba. ¿A qué estaba esperando para ponerlo en marcha? ¿Qué
demonios estaba haciendo?
—¿Neil? —llamé
lo más alto que pude, intentando que mi voz no sonase temblorosa.
—¡Buzz! Vamos,
baja. ¡Esto es espectacular! —Su voz sonaba eufórica, ¡incluso divertida!
Cerré los ojos
y tomé aire, ajustando una vez más mí ya sellado casco, y salí. Dos veces
fueron las que me tropecé en aquellas malditas escalerillas. El Eagle no era muy alto, pero tampoco
ayudaba la poca movilidad que me dejaba aquel hinchado traje.
Cuando pisé la
superficie, sentí como si lo hiciera sobre algodones. Era un terreno extraño,
cubierto por lo que, en un principio, se me antojó como ceniza, pero que
después ví que era muy parecido al talco. Mis huellas quedaban grabadas en él con
suma facilidad, y si presionaba lo suficiente, podía ver como aquel polvo se
levantaba y se adhería a mis botas, como el carbón.
Con la mirada,
seguí las de mi compañero, al que suponía examinando el terreno como el gran
profesional que era, descubrirlo dando pequeños saltitos con la vara de
muestras en una mano, y la cámara de fotos en la otra, fue algo que me hizo
sonreír. Con cada brinco, sus pies llegaban a separarse del suelo hasta medio
metro, como si su traje contuviera helio en lugar de oxígeno.
Debí quedarme
paralizado, observándolo con la boca abierta, pues tuvo tiempo de tomarme la
primera fotografía, aún sujeto a la escalerilla del módulo. Después, se acercó
a mí.
—Ya creía que
me dejarías solo. —Me dijo—. ¿Lo has sentido al bajar? Es mucho más fácil
caminar por aquí que en las simulaciones que hemos hecho.
—Es cierto…
—respondí, dando mis primeros pasos y mirando a mí alrededor.
Hasta donde
llegaba mi vista, podía apreciar el terreno ondulado y suave de la Luna y, al
mirar con más detenimiento, pude distinguir todos sus detalles.
Llegamos a la
conclusión de que el “talco” de color gris de su superficie era roca
pulverizada, resultado de múltiples impactos a velocidad extrema que, a simple
vista, cualquiera puede comprobar en nuestro satélite. Cientos y cientos de
cristales de roca brillaban en ella según recibieran la luz del sol, algunos
formando grandes escollos que daban lugar a montañas majestuosas, y otros, tan
pequeños que parecían diamantes brillando entre el polvo.
Pasaron varios
minutos, durante los cuales no fui capaz de alejarme del módulo, ni siquiera de
soltar la barandilla de la escalera. Me sentía abrumado y pequeño, muy pequeño…
Aún a día de hoy, recordando aquella primera sensación, pienso que no pude
sentirme de otra manera ante aquella, nunca mejor dicho, magnifica desolación.
Al ver que no avanzaba
más de tres metros, mi compañero se acercó a mí y puso una de sus manos sobre
mi hombro, en un intento de tranquilizarme que no tardó en conseguir, pues su
calma y serenidad siempre fueron muy contagiosas. A pesar de que no podía
verla, sentía su sonrisa desde el otro lado del visor de su casco. Una vez más,
agradecí que él hubiera sido uno de mis compañeros de aventura.
Mi miedo se
disipó de golpe, por lo que me dispuse, simplemente, a disfrutar el momento. Si
estar en un lugar que, en toda la historia de la humanidad, nadie había podido
pisar antes que nosotros, el hecho de estar danzando en él gracias a la falta
de gravedad, lo hacía único.
Los planes del
Proyecto Apollo estaban teniendo un
éxito tremendo desde que, en 1961, el Presidente Kennedy anunciara la idea de
enviar a un hombre a la Luna y
traerlo de vuelta de forma segura antes de que terminase la década. Y aquel
día, el 20 de julio de 1969, el deseo se hacía realidad, tras alunizar y pisar
el Mar de la Tranquilidad, curioso
nombre para un lugar en el que había sentido el mayor nerviosismo de mi vida.
Las cosquillas
subían y bajaban en mi estómago con cada rebote o salto que daba, la sensación
tan liviana que sentía al caminar fue una de las experiencias más divertidas y
desafiantes que he podido sentir. Solo me detuve al sentir las primeras gotas
de sudor correr por mi frente, ya que, con aquel aparatoso traje, me era
imposible secármelas con el dorso de la mano, pero que aquella vez solo
conseguí que chocara idiotamente contra el visor.
—Madre mía, lo
que se está perdiendo Mike. —Neil se detuvo junto a mí, mirando en la misma
dirección que yo, la dirección en la que se encontraba nuestro hogar—. Aunque,
a decir verdad, dar la vuelta a esta preciosidad en completa soledad es algo
que tampoco le quitará nadie…
Desde allí, la
Tierra se veía como una semi esfera gigante, hermosa, completamente azul y
salpicada de verde. Nuestro planeta es hermoso, siempre me lo había parecido.
Tenía sus conflictos, lo sé, nada es perfecto pero, cuando estás allí arriba,
todo te parece completo, maravilloso, inmejorable…
Casi sin darme
cuenta, me ví levantando la mano hacia el lugar en el que se encontraba la
Tierra, hasta que mi pulgar enguantado quedó derecho. Este podía ocultar
completamente a nuestro planeta…
—Un pequeño
gesto, y la Tierra desaparece —susurré, a lo que Neil me respondió con otro
golpecito en el brazo.
—Bueno, amigo…
¿Dónde está esa bandera?
Cuando volvimos
al Eagle sentí que me nivel de
adrenalina me haría explotar las sienes. Quería gritar, por lo que le pedí a
Neil que se quitara los auriculares para hacerlo, pero él, lejos de hacerlo, lo
que hizo fue imitarme.
Aquel grito nos
sentó como si nos derramaran un cubo de agua fría sobre la cabeza. Nada más
soltarlo, sentí que podía volver a respirar.
Fue entonces
cuando, al colocar nuestros cascos en su lugar, vimos que estaban completamente
cubiertos de polvo lunar y que, dentro del módulo, nuestras huellas grises
habían quedado grabadas en el suelo.
—Es sucio como
la ceniza —dije extrayéndome el casco.
—¿Hueles eso?
—preguntó Neil, tras hacer lo mismo—. Huele como a… Pólvora.
Con las manos
aún enguantadas, olí mis dedos manchados de gris. Era cierto, aquel olor era
muy parecido al de la pólvora.
—Es como si
hubieran disparado una escopeta aquí dentro.
Neil estornudó
cuando empezó a sacudirse el traje. Yo agaché la cabeza evitando la nube de
polvo, entonces lo ví un pequeño objeto plateado tirado en el suelo teñido de
gris. Con curiosidad me agaché y lo recogí. Al verlo de cerca y reconocerlo, se
me paró el corazón.
Era el extremo
de una de las palancas del control de mando, y no cualquiera de ellas… Sino la del
interruptor que activaría el propulsor del circuito de ascenso que debía enviar
al Eagle a órbita para acoplarse al Columbia.
Rápidamente, me
acerqué a los controles y busqué su hueco, Neil me observaba con curiosidad.
—¿Hay algún
problema? —preguntó, más tranquilo de lo que debería.
—Me temo que
hemos perdido una palanca del cuadro de mandos, la del interruptor de ascenso.
No sé en qué momento ha sido, pero ha salido disparada al suelo. Está rota…
—¿Rota?
—Me temo que
sí…
—¿Quiere eso
decir que pasaremos la noche aquí?
—Si estaba
activado en el momento en el que se ha roto, me temo que podríamos empezar a
pensar en vivir aquí, no solo dormir… —respondí de manera sombría—. Además, si
tuviéramos la suerte de que estuviera apagado, tendríamos que encontrar algo lo
suficientemente fino como para encajar ahí.
—Ya… No podemos
apretarlo con el dedo por la electricidad.
Mientras Neil
buscaba nervioso a nuestro alrededor, yo me puse en contacto con Houston para
asegurarme en qué estado se encontraba el botón antes de romperse. Por suerte,
estaba apagado. Ahora solo necesitábamos un objeto pequeño y fino.
“Tan fino como un lápiz”, pensé para mis
adentros.
Entonces, miré
el pecho de mi traje, allí había una especie de bolsillo con un rotulador…
—¡El rotulador!
—grité.
Neil se llevó
rápidamente la mano al pecho.
—¡No lo tengo!
Se me ha debido de caer ahí fuera.
—El mío está
aquí…
Con manos
temblorosas, le quité el capuchón.
—Podría
funcionar… —dijo Neil.
—Podría
funcionar… ¡Claro que sí!
Lo acerqué al
agujero vacío del control. Encajaba a la perfección. Ahora, solo nos quedaba
esperar a ver si giraba lo suficiente. Si aquello no funcionaba, no solo
pasaríamos aquella noche en la Luna, sino toda la eternidad… Una vez más,
agradecí que mi compañero supiera como elegir las palabras más adecuada para
transmitir su calma a los demás.
De repente, la
voz de Collins irrumpió en la cabina desde la radio:
—¡Amigos! ¿Qué
tal? ¿Cómo ha ido esa caminata? —dijo animado—. Alcanzaré vuestras coordenadas
en una hora. ¡Estad preparados!
Una hora
después, ya estábamos listos para despegar. Durante aquel tiempo, ambos
habíamos estado hablando de cosas más banales, en un intento de apartar de
nuestra mente el gran problema que nos supondría la rotura de la palanca, y el
fallo del rotulador… Ninguno de los dos lo había conseguido, pero ninguno lo
dijo.
—Que sepas,
compañero —dije— que me ha encantado la frase que has dicho antes, al bajar. No
habrías podido acertar más con las palabras.
—Gracias,
amigo. No quería que nadie las conociera hasta ese momento, por eso siempre les
decía a los periodistas que aún no sabía cuales sería.
Muy propio de
él…
En el momento
clave en el que nuestro compañero nos daba la señal, Neil y yo intercambiamos
una mirada cómplice, suplicante, pero también tranquila. La misma que se
transformó en una sonrisa cuando el rotulador giró en la base de la palanca.
—¡Estupendo!
Parece que al final no tendrán que mandarnos las cartas aquí —apunté.
La enorme sensación de alivio y tranquilidad que sentí en el momento en que el módulo perdía el contacto con la superficie, fue la mayor de mi vida, aquello sí que fue sentir el Mar de la tranquilidad.
Tripulación del Apollo 11. Neil Armstrong, Michael Collins y Edwin (Buzz) Aldrin.
¡Hola, Ana! ¡Qué gozada volver a leerte! Y como siempre nos traes un relatazo excelentemente documentado y narrado. Te aseguro que me parecía estar allí, junto a estos héroes. Detalles como el olor a pólvora, la pérdida del boli de Armstrong, el silencio, el tropezar con la escalera. Todo ello le da vida al relato y sumerge por completo al lector. Fantástico! Un abrazo!
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