Su nombre era Annie Chapman, tenía 47 años,
y se dedicaba a la prostitución. Su cadáver estaba completamente cubierto por
una sábana blanca en la que se apreciaban grandes cercos de sangre que, al ser
retirada, dejó a la vista un cuello salvajemente abierto de parte a parte dos
con dos profundos cortes. Su cabeza aún estaba débilmente unida a su cuerpo por
un escaso trozo de carne. Su vientre había sido abierto, sin duda, con una
exquisita precisión quirúrgica, sobre él habían sido colocadas las vísceras
sustraídas.
Al igual que la primera vez, sentí un
ligero sabor a bilis en la boca. Había visto cientos de cadáveres en mi vida,
muchos de ellos pertenecientes a personas que había tenido la desgracia de
sufrir una muerte bastante cruenta, pero aquello era diferente… Los ojos aún
abiertos de aquella desdichada mujer, con casi la totalidad de su cuerpo teñido
de sangre, era superior a mi fortaleza mental.
El Agente de Scotland Yard, Jhon Aldrich,
había llamado a mi puerta a las 5 de la mañana, sacándome apresuradamente de la
cama. Me informó de que había tenido lugar un segundo asesinato en el distrito
de Withechappel unos minutos antes, en circunstancias muy extrañas y similares
a uno cometido la semana anterior, y por el que yo me había interesado
bastante. Aldrich me informó de que le interesaba profundamente mi experta
opinión como médico, y yo, sintiéndome como me había sentido toda la vida
atraído por tales casos, me ofrecí gustoso. Me da cierto reparo el reconocer mi
atracción por este tipo de cosas, pero es así, siempre ha sido así… ¿Para qué
engañarnos?
Lo primero que hice después de despedirme
de Aldrich, con el que había quedado en verme en pocos minutos en la morgue
para inspeccionar el cadáver, fue vestirme y solicitar la presencia de mi tan
extraño amigo del otro lado de la realidad. Realmente este era un caso digno de
un genio de su talla, y pensé que resultaría sumamente interesante su opinión
al respecto.
Nada más salir de casa, y mientras cerraba
la puerta principal con manos temblorosas, escuché algo detrás de los
matorrales de la entrada. A pesar de mi sobresalto inicial, no pude sentir un
ligero alivio al descubrir a mi joven amigo Robert, tan amante de las letras
como yo, que con rostro encharcado por el sudor y aliento entrecortado me
comunicó que ya se había enterado de aquel asesinato, y que él, y solamente él
era el culpable de todo.
En un principio no entendí nada, pues el chico
me prometió que ya me informaría de todo en su debido tiempo, por lo que por el
momento le permití acompañarme hasta la morgue señalada, lugar en el que
pudimos conocer a la mujer asesinada.
Amablemente le pedí a Aldrich que nos
dejara a solas con el cadáver, momento que aproveché para dar paso a la
habitación a mi esperado invitado. Robert, nada más verlo entrar, retrocedió
unos pasos hasta dejarse caer en la silla más alejada de la sala. Evidente era
el temor que el recién llegado despertaba en él, ya que, al igual que yo,
conocía perfectamente su extraña procedencia.
Durante una larga hora estuvimos
discutiendo las posibles teorías, hasta que, en aquel momento, llevábamos ya varios
minutos en silencio. Ya estaba amaneciendo, y la rojiza luz del sol ya
empezaban a bañar los destartalados tejados de aquella parte de la ciudad. Mi
especial invitado se encontraba acomodado en el alfeizar de la ventana, su
singular silueta se recortaba sobre el fondo de aquella nueva mañana
londinense. Nada en él era visible todavía, ni siquiera sus manos o el color de
sus ropas, solamente el brillo de sus ojos, débilmente iluminados por cada calada
dada a su pipa de arcilla. En aquel momento pude volver a deleitarme con el
inconfundible brillo de aquel que se halla inmerso en el más profundo estado de
concentración mental. Yo lo observaba embobado, como el que estuviera viendo
una aparición, apoyado en la mesa de aquella oscura morgue al otro lado de la
habitación. El cansancio parecía apoderarse poco a poco de mí.
Fue entonces cuando mi invitado volvió a
hablar:
—Estamos ante el vandálico acto de un
misántropo, alguien que siente la más absoluta aversión hacia el género humano
—apuntó con su mirada fija en las desiertas calles—. Solo alguien así sería
capaz de cometer tan brutal ataque a una mujer indefensa. Alguien sin
escrúpulos, alguien sin corazón, en cuya conciencia aún quedan restos de ese
honorable caballero que un día fue.
Tras esas palabras, dirigí la mirada hacia
Robert, cuya expresión había cambiado repentinamente, denotando ahora la más
profunda de las sorpresas. Parecía realmente conocer la identidad de ese
misántropo al que Holmes se refería, mientras yo seguía sumergido en la más
absoluta ignorancia.
—Pe… Pero… ¿Cómo es posible que usted sepa
eso? —tartamudeó—. ¿Cómo sabe que antes fue otro?
Holmes levantó su mano derecha, mostrando
la portada de un escueto e impecable libro en la que se podían observar varias
páginas marcadas con dobleces. Dicha cubierta mostraba una faz notablemente
dividida en dos, perteneciendo la parte derecha a la imagen de un hombre con
gesto derrotado y cansado, mientras que la izquierda mostraba a un extraño ser
humanoide de tez verdosa, cuya diabólica sonrisa, repleta de dientes torcidos,
acompañaba a una mirada sádica y llena de odio. Su título: “El extraño caso del
Dr. Jekyll y Mr. Hyde”.
Rápidamente dirigí hacia Robert una mirada
de sorpresa, ahora lo comprendía todo… Su miedo hacia mi invitado, su
sentimiento de culpabilidad ante aquel asesinato… De repente mi mente se vió
envuelta en un torbellino de preguntas que necesitaban respuesta: ¿Cómo era
posible que Robert conociera aquella otra realidad? ¿La había visitado? ¿Cómo?
¿Cuándo? Aunque lo que más me sorprendió fue saber que, al igual que yo, mi
joven amigo había decidido plasmar su experiencia en un manuscrito, como
también había hecho yo…
—Acaba de ser publicado, Señor Doyle. —Me
aclaró Holmes al advertir mi sorpresa—. Es muy probable que no haya tenido la
posibilidad de saber de él todavía.
Robert se dejó caer aún más pesadamente en
la silla, si es que aquello era posible, se sentía acorralado, sin otra salida
que la de confiar en mi invitado.
Sherlock Holmes se levantó del alfeizar y
se dirigió al centro de la habitación, junto a la camilla sobre la que
descansaba la desdichada Ann Chapman. Por un momento, Robert hizo el amago de
retroceder ante su proximidad, como si de repente desconfiara de todo lo que
pudiese venir de aquel fantástico mundo al que había tenido la suerte, o la
desgracia, de visitar. Con un gesto de mi mano lo detuve, aunque en el fondo
creo que estuvo de más, realmente sabía que no le quedaba otra salida que la de
confiar en mi invitado.
—Señor Holmes. —Me vi obligado a decir—. ¿Cómo
está usted seguro de que se trata de esa persona?
—Estoy completamente seguro de ellos, Señor
Doyle. No me gusta pillarme los dedos, sería un gran error por mi parte
proponer una resolución definitiva sin haber atado antes todos los cabos que
aún quedan por aquí. Pero por supuesto, ya tengo una muy razonable teoría sobre
todo lo que he podido ver hasta ahora y, desde luego, creo que nos lleva
exactamente hasta ese hombre.
—Me imagino entonces que no le importará
compartir con nosotros esa teoría. —Le dije.
—Por supuesto que no, además, insisto en
ello. Verán, Señores, en mi Londres original, ese Londres del mundo paralelo al
vuestro, y que tan bien conocéis, tuve la gran suerte de conocer al Doctor
Henry Yekyll, al que también uno de vosotros conoce bastante bien. —Esta última
frase la pronuncia con la vista clavada en Robert, al que hizo tragar saliva—. No
lo conocí por casualidad, a pesar de no ser un hombre que necesite
continuamente opiniones y distintos puntos de vista sobre todo lo relacionado
con la química. Simplemente lo conocí en una convención de medicina a la que
tuve la oportunidad de asistir como acompañante de mi fiel amigo Watson.
>>He
de reconocer que era un hombre peculiar, su nerviosismo lo diferenciaba
fácilmente del resto de los presentes en el evento. Recuerdo claramente sus
ojos, como si ahora mismo los estuviera viendo en una fotografía, eran verdes,
enormes, y nerviosos, muy nerviosos… Al principio pensé que tal estado se debía
a su experimentación con cadáveres en la universidad, ya saben, los estudiantes
de química también precisan de estos cuerpos para comprobar y testar determinadas
reacciones, adquiriendo algunos de ellos bastante destreza con el bisturí. Pero
después de haber leído su obra, Señor Stevenson, me atrevo a decir que su
estado se debía a la gran cantidad de una determinada composición en su sistema
circulatorio.
>>Sabiendo
esto, Señor Stevenson, y ya que usted le dio un pase VIP para pasar de una
dimensión a otra, no me cabe ninguna duda de que el hombre que buscamos es él.
De ser así, tendríamos aclarada la duda con respecto a la precisión quirúrgica
de las heridas de la víctima, ya que la poción fruto de su invención no
aniquilaba las habilidades totales de Jekyll al convertirse en su alter ego.
>>La
desdichada ha sido una prostituta, una hija de la noche, como se dice aquí. No
sé si usted conocerá este dato, Stevenson, pero el padre de Henry Jekyll lo
abandonó a él y a su madre para continuar con el romance que desde hacía varios
años venía manteniendo con una de estas mujeres. Este dato lo sé gracias a
Watson, cotilla donde los haya… Al principio, por supuesto, pasé completamente
por alto este dato, pero al conocer ahora este caso, me pareció de suma
importancia. Mi querido amigo, Watson… En muchas ocasiones me ha ayudado más
por su ignorancia que por su razonamiento.
>>La
tercera, y última pista que os lleva inevitablemente a Edward Hyde es la
siguiente. Como usted bien describe en su obra, la poción que Jekyll compone
solo es efectiva gracias a un último y raro ingrediente, unas sales procedentes
de la India, las cuales lo llevaron a su destrucción… Y por lo que he podido
comprobar, Whitechapel es una de las ubicaciones de vuestro Londres en el que
existe un gran tráfico de esta sustancia. ¿Qué cómo lo sé? No hay más que
fijarse en las manos de los transportistas de salazón, algunos presentar
numerosas evidencias de sus años dedicados al trabajo en las salinas. Y no me
cabe ninguna duda de que Edward ha visitado dichas calles en busca de su último
y tan cotizado ingrediente.
Tras el implacable discurso de Holmes,
crucé una larga mirada con Robert. El tampoco parecía tener nada que objetar.
—Señor Holmes. —Le preguntó temblorosamente—.
¿Podría usted ayudarnos a dar caza a Hyde?
—Por supuesto, ¿por qué otro motivo iba yo
a encontrarme aquí?
—¿Me asegura que no habrá más
consecuencias? ¿Qué cuando lo encontremos usted volverá a su mundo con él?
Sherlock Holmes le dirigió una mirada,
acompañada de una sonrisa tranquila al joven, que de repente pareció más
relajado que nunca.
—No se preocupe, Señor Stevenson, daremos
con él, pero lo haremos a mi manera. Y sí, les prometo que nadie, absolutamente
nadie de vuestro mundo sabrá jamás la identidad de tan implacable asesino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario