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martes, 12 de julio de 2016

Un enemigo inesperado


Su nombre era Annie Chapman, tenía 47 años, y se dedicaba a la prostitución. Su cadáver estaba completamente cubierto por una sábana blanca en la que se apreciaban grandes cercos de sangre que, al ser retirada, dejó a la vista un cuello salvajemente abierto de parte a parte dos con dos profundos cortes. Su cabeza aún estaba débilmente unida a su cuerpo por un escaso trozo de carne. Su vientre había sido abierto, sin duda, con una exquisita precisión quirúrgica, sobre él habían sido colocadas las vísceras sustraídas.
Al igual que la primera vez, sentí un ligero sabor a bilis en la boca. Había visto cientos de cadáveres en mi vida, muchos de ellos pertenecientes a personas que había tenido la desgracia de sufrir una muerte bastante cruenta, pero aquello era diferente… Los ojos aún abiertos de aquella desdichada mujer, con casi la totalidad de su cuerpo teñido de sangre, era superior a mi fortaleza mental.

El Agente de Scotland Yard, Jhon Aldrich, había llamado a mi puerta a las 5 de la mañana, sacándome apresuradamente de la cama. Me informó de que había tenido lugar un segundo asesinato en el distrito de Withechappel unos minutos antes, en circunstancias muy extrañas y similares a uno cometido la semana anterior, y por el que yo me había interesado bastante. Aldrich me informó de que le interesaba profundamente mi experta opinión como médico, y yo, sintiéndome como me había sentido toda la vida atraído por tales casos, me ofrecí gustoso. Me da cierto reparo el reconocer mi atracción por este tipo de cosas, pero es así, siempre ha sido así… ¿Para qué engañarnos?
Lo primero que hice después de despedirme de Aldrich, con el que había quedado en verme en pocos minutos en la morgue para inspeccionar el cadáver, fue vestirme y solicitar la presencia de mi tan extraño amigo del otro lado de la realidad. Realmente este era un caso digno de un genio de su talla, y pensé que resultaría sumamente interesante su opinión al respecto.
Nada más salir de casa, y mientras cerraba la puerta principal con manos temblorosas, escuché algo detrás de los matorrales de la entrada. A pesar de mi sobresalto inicial, no pude sentir un ligero alivio al descubrir a mi joven amigo Robert, tan amante de las letras como yo, que con rostro encharcado por el sudor y aliento entrecortado me comunicó que ya se había enterado de aquel asesinato, y que él, y solamente él era el culpable de todo.
En un principio no entendí nada, pues el chico me prometió que ya me informaría de todo en su debido tiempo, por lo que por el momento le permití acompañarme hasta la morgue señalada, lugar en el que pudimos conocer a la mujer asesinada.
Amablemente le pedí a Aldrich que nos dejara a solas con el cadáver, momento que aproveché para dar paso a la habitación a mi esperado invitado. Robert, nada más verlo entrar, retrocedió unos pasos hasta dejarse caer en la silla más alejada de la sala. Evidente era el temor que el recién llegado despertaba en él, ya que, al igual que yo, conocía perfectamente su extraña procedencia.
Durante una larga hora estuvimos discutiendo las posibles teorías, hasta que, en aquel momento, llevábamos ya varios minutos en silencio. Ya estaba amaneciendo, y la rojiza luz del sol ya empezaban a bañar los destartalados tejados de aquella parte de la ciudad. Mi especial invitado se encontraba acomodado en el alfeizar de la ventana, su singular silueta se recortaba sobre el fondo de aquella nueva mañana londinense. Nada en él era visible todavía, ni siquiera sus manos o el color de sus ropas, solamente el brillo de sus ojos, débilmente iluminados por cada calada dada a su pipa de arcilla. En aquel momento pude volver a deleitarme con el inconfundible brillo de aquel que se halla inmerso en el más profundo estado de concentración mental. Yo lo observaba embobado, como el que estuviera viendo una aparición, apoyado en la mesa de aquella oscura morgue al otro lado de la habitación. El cansancio parecía apoderarse poco a poco de mí.

Fue entonces cuando mi invitado volvió a hablar:
—Estamos ante el vandálico acto de un misántropo, alguien que siente la más absoluta aversión hacia el género humano —apuntó con su mirada fija en las desiertas calles—. Solo alguien así sería capaz de cometer tan brutal ataque a una mujer indefensa. Alguien sin escrúpulos, alguien sin corazón, en cuya conciencia aún quedan restos de ese honorable caballero que un día fue.
Tras esas palabras, dirigí la mirada hacia Robert, cuya expresión había cambiado repentinamente, denotando ahora la más profunda de las sorpresas. Parecía realmente conocer la identidad de ese misántropo al que Holmes se refería, mientras yo seguía sumergido en la más absoluta ignorancia.
—Pe… Pero… ¿Cómo es posible que usted sepa eso? —tartamudeó—. ¿Cómo sabe que antes fue otro?
Holmes levantó su mano derecha, mostrando la portada de un escueto e impecable libro en la que se podían observar varias páginas marcadas con dobleces. Dicha cubierta mostraba una faz notablemente dividida en dos, perteneciendo la parte derecha a la imagen de un hombre con gesto derrotado y cansado, mientras que la izquierda mostraba a un extraño ser humanoide de tez verdosa, cuya diabólica sonrisa, repleta de dientes torcidos, acompañaba a una mirada sádica y llena de odio. Su título: “El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde”.
Rápidamente dirigí hacia Robert una mirada de sorpresa, ahora lo comprendía todo… Su miedo hacia mi invitado, su sentimiento de culpabilidad ante aquel asesinato… De repente mi mente se vió envuelta en un torbellino de preguntas que necesitaban respuesta: ¿Cómo era posible que Robert conociera aquella otra realidad? ¿La había visitado? ¿Cómo? ¿Cuándo? Aunque lo que más me sorprendió fue saber que, al igual que yo, mi joven amigo había decidido plasmar su experiencia en un manuscrito, como también había hecho yo…
—Acaba de ser publicado, Señor Doyle. —Me aclaró Holmes al advertir mi sorpresa—. Es muy probable que no haya tenido la posibilidad de saber de él todavía.
Robert se dejó caer aún más pesadamente en la silla, si es que aquello era posible, se sentía acorralado, sin otra salida que la de confiar en mi invitado.
Sherlock Holmes se levantó del alfeizar y se dirigió al centro de la habitación, junto a la camilla sobre la que descansaba la desdichada Ann Chapman. Por un momento, Robert hizo el amago de retroceder ante su proximidad, como si de repente desconfiara de todo lo que pudiese venir de aquel fantástico mundo al que había tenido la suerte, o la desgracia, de visitar. Con un gesto de mi mano lo detuve, aunque en el fondo creo que estuvo de más, realmente sabía que no le quedaba otra salida que la de confiar en mi invitado.
—Señor Holmes. —Me vi obligado a decir—. ¿Cómo está usted seguro de que se trata de esa persona?
—Estoy completamente seguro de ellos, Señor Doyle. No me gusta pillarme los dedos, sería un gran error por mi parte proponer una resolución definitiva sin haber atado antes todos los cabos que aún quedan por aquí. Pero por supuesto, ya tengo una muy razonable teoría sobre todo lo que he podido ver hasta ahora y, desde luego, creo que nos lleva exactamente hasta ese hombre.
—Me imagino entonces que no le importará compartir con nosotros esa teoría. —Le dije.
—Por supuesto que no, además, insisto en ello. Verán, Señores, en mi Londres original, ese Londres del mundo paralelo al vuestro, y que tan bien conocéis, tuve la gran suerte de conocer al Doctor Henry Yekyll, al que también uno de vosotros conoce bastante bien. —Esta última frase la pronuncia con la vista clavada en Robert, al que hizo tragar saliva—. No lo conocí por casualidad, a pesar de no ser un hombre que necesite continuamente opiniones y distintos puntos de vista sobre todo lo relacionado con la química. Simplemente lo conocí en una convención de medicina a la que tuve la oportunidad de asistir como acompañante de mi fiel amigo Watson.
         >>He de reconocer que era un hombre peculiar, su nerviosismo lo diferenciaba fácilmente del resto de los presentes en el evento. Recuerdo claramente sus ojos, como si ahora mismo los estuviera viendo en una fotografía, eran verdes, enormes, y nerviosos, muy nerviosos… Al principio pensé que tal estado se debía a su experimentación con cadáveres en la universidad, ya saben, los estudiantes de química también precisan de estos cuerpos para comprobar y testar determinadas reacciones, adquiriendo algunos de ellos bastante destreza con el bisturí. Pero después de haber leído su obra, Señor Stevenson, me atrevo a decir que su estado se debía a la gran cantidad de una determinada composición en su sistema circulatorio.
         >>Sabiendo esto, Señor Stevenson, y ya que usted le dio un pase VIP para pasar de una dimensión a otra, no me cabe ninguna duda de que el hombre que buscamos es él. De ser así, tendríamos aclarada la duda con respecto a la precisión quirúrgica de las heridas de la víctima, ya que la poción fruto de su invención no aniquilaba las habilidades totales de Jekyll al convertirse en su alter ego.
         >>La desdichada ha sido una prostituta, una hija de la noche, como se dice aquí. No sé si usted conocerá este dato, Stevenson, pero el padre de Henry Jekyll lo abandonó a él y a su madre para continuar con el romance que desde hacía varios años venía manteniendo con una de estas mujeres. Este dato lo sé gracias a Watson, cotilla donde los haya… Al principio, por supuesto, pasé completamente por alto este dato, pero al conocer ahora este caso, me pareció de suma importancia. Mi querido amigo, Watson… En muchas ocasiones me ha ayudado más por su ignorancia que por su razonamiento.
         >>La tercera, y última pista que os lleva inevitablemente a Edward Hyde es la siguiente. Como usted bien describe en su obra, la poción que Jekyll compone solo es efectiva gracias a un último y raro ingrediente, unas sales procedentes de la India, las cuales lo llevaron a su destrucción… Y por lo que he podido comprobar, Whitechapel es una de las ubicaciones de vuestro Londres en el que existe un gran tráfico de esta sustancia. ¿Qué cómo lo sé? No hay más que fijarse en las manos de los transportistas de salazón, algunos presentar numerosas evidencias de sus años dedicados al trabajo en las salinas. Y no me cabe ninguna duda de que Edward ha visitado dichas calles en busca de su último y tan cotizado ingrediente.
Tras el implacable discurso de Holmes, crucé una larga mirada con Robert. El tampoco parecía tener nada que objetar.
—Señor Holmes. —Le preguntó temblorosamente—. ¿Podría usted ayudarnos a dar caza a Hyde?
—Por supuesto, ¿por qué otro motivo iba yo a encontrarme aquí?
—¿Me asegura que no habrá más consecuencias? ¿Qué cuando lo encontremos usted volverá a su mundo con él?
Sherlock Holmes le dirigió una mirada, acompañada de una sonrisa tranquila al joven, que de repente pareció más relajado que nunca.
—No se preocupe, Señor Stevenson, daremos con él, pero lo haremos a mi manera. Y sí, les prometo que nadie, absolutamente nadie de vuestro mundo sabrá jamás la identidad de tan implacable asesino.

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