Mi abuela solía contarme muchas historias de fantasmas antes de irme a dormir. Realmente, nunca entendí la debilidad que tengo por el tema paranormal, soy una miedica, lo reconozco, pero siempre se ha dicho que nos atrae aquello que más misterioso nos parece, ¿no?
De todas aquellas historias, la que más me gustaba era la siguiente:
Contaba una leyenda que una vez, hace ya muchos años, un hombre llamado Ayari atravesaba una mala situación económica. Por culpa del juego y la mala vida, había estado a punto de perder su casa, y las pocas monedas que tenía en el bolsillo apenas llegaban para que el sake lo ayudara a dormir sin pensar en sus problemas una noche más. Harta de sus vicios, su mujer lo había abandonado hacía ya dos años llevándose con ella a su único hijo. Ayari no hizo nada por recuperarlos, incluso sintió alivio al saber que ya no tendría que compartir nada más con una familia caprichosa y un niño que no hacía nada más que comer. Toda su vida la había dedicado a él mismo, el egoísmo también era uno de sus más destacados rasgos y, desde bien pequeño, no le había gustado nada compartir nada de lo que tenía con los demás.
Una noche, ya harto de su situación e impotencia por no poder seguir costeándose sus vicios, cargó una vieja cuerda sobre su hombro y se dirigió al campo de cerezos que había a las afueras del pueblo. Era primavera, y el viento arrastraba el dulce olor de sus flores inundándolo todo. Ayari siempre le había gustado aquel perfume, por lo que pensó que no habría un lugar mejor para despedirse de aquel mundo que entre los cerezos en flor.
Una vez llegó a los lindes del campo, penetró en el unos cuantos kilómetros. No le apetecía que descubrieran su cuerpo en cuestión de días. La gente hablaba, le encantaba hablar, y no quería ser el centro de sus cotilleos al menos hasta que estuviera en un lugar mejor y, en aquel momento, mejor que aquella vida le parecía cualquier lugar.
Tras casi dos horas caminando encontró el lugar perfecto, bajo un árbol cuyas ramas parecían lo suficientemente fuertes como para aguantar su peso a pesar del viento.
Antes de preparar la soga, se dejó caer contra el tronco y se bebió de un trago la pequeña botella de sake para las que sus últimas monedas habían alcanzado. Todo le sabía a poco.
En aquel momento, el viento se detuvo de golpe, y el olor de las flores pareció esconderse como en una tinaja. Ayari miró extrañado a su alrededor, aquellas cosas no solían ocurrir, las noches ventosas del sur del país siempre había sido famosas por su aumento en las madrugadas. Pero aquel sentimiento de extrañeza no le duró mucho, después de todo, le quedaba muy poco tiempo en aquel mundo, y le daba exactamente igual lo que a partir de entonces sucediera en él.
Fue la sensación de que alguien lo observaba la que realmente lo puso nervioso. Ayari volvió a mirar a su alrededor, buscando el más mínimo atisbo de movimiento entre la profunda oscuridad que lamía los troncos de los árboles. No tardó mucho tiempo en percatarse de algo; una oscura y alta figura que se encontraba apenas a cinco metros de él. Sus ojos amarillos resaltaban en la oscuridad con un destello fantasmal e inhumano.
—¿Quién eres tú? —preguntó sin apartar la vista de la figura.
—La pregunta no es quién soy yo, es qué haces tú aquí —respondió aquel ser, señalándolo con su índice huesudo—. Tu hora no ha llegado, Ayari. No me toca venir a por ti hasta dentro de muchos años, apenas has vivido la mitad de tu vida.
En cualquier otro momento, aquellas siniestras palabras hubieran hecho saltar las alarmas de su anestesiada mente, ya que hacían evidente que tenían ante él a un shinigami, pero gracias a la embriaguez, el intento de suicida ni siquiera les dio la importancia que merecían.
—¿Y por qué debería seguir viviendo si no tengo nada? Voy a tener que abandonar mi casa…
Aquella criatura se acercó un poco más a él, mostrándole una vela de cera encendida. Gracias a su llama, Ayari pudo observar un poco más a su interlocutor. Lo que vió casi le paró el corazón; su altura no era muy superior a la suya, aunque mucho más delgada, casi esquelética, como sus manos. Por debajo de la oscura túnica, que cubría casi toda su figura, asomaban dos largos mechones de pelo completamente blanco y liso. Las facciones de su rostro no distaban mucho de las de un joven de no más de veinte años, su aspecto era juvenil, pero a la vez extremadamente duro, dejando asomar unos colmillos afilados propios de un lobo entre unos labios que parecía costarle mantener cerrados. De su frente asomaban dos puntiagudos cuernos de tono escarlata.
—Esta vela refleja tu esperanza de vida, Ayari —susurró el ser—. Como puedes ver, aún le queda bastante para ser consumida del todo. Tu hora aún no ha llegado.
—Ahora mismo eso no me importa en absoluto —respondió el hombre con firmeza.
El shinigami volvió a hacer desaparecer la vela y se acercó un poco más a él, clavándole una mirada cómplice. En lugar de hacerle sentir incómodo, aquello le produjo curiosidad a Ayari.
—Te propondré un trato, mortal. A partir de ahora tendrás la capacidad de ver a otros shinigami como yo, lo que te dará la ventaja de poder salvar la vida de aquellos a los que han venido a buscar a cambio de una buena suma de dinero. Es lo que necesitas, ¿no?
—Sí, precisamente eso. Pero, ¿cómo hare que el espíritu desaparezca?
El ser le ofreció un pergamino en el que rezaba la oración.
—Solo tendrás que recitar esto en voz alta y el espíritu desaparecerá. ¿Estás dispuesto a ello?
—Por supuesto.
—Bien, sólo te pondré una condición.
—La que quieras —En aquel momento, las ganas de vivir habían vuelto con más fuerza que nunca al corazón de Ayari, que ya estaba imaginando en la cantidad de cosas en las que podría gastar las grandes cantidades de dinero que podría ganar de aquella manera, pues, ¿quién no estaría dispuesto a dar todas sus posesiones y riquezas a cambio de escapar de la mismísima muerte?
—La única regla es que el shinigami debe de estar a los pies de la cama del enfermo, y no en la cabecera, si fuera así, el destino de dicha persona será inevitable, y deberá morir. ¿De acuerdo?
Ayari asintió con la cabeza.
—Trato hecho entonces. Espero volver a verte dentro de muchos años. Mucha suerte, Ayari.
Y dicho esto, el shinigami desapareció.
Aquella misma noche, al volver a casa, Ayari empezó a trabajar en el llamativo cartel que colocaría en su puerta. En él se vendía como una especie de hechicero capaz de engañar a la muerte, así como curar diferentes enfermedades graves incluso en fase terminal. No tuvo que esperar ni dos días cuando el primer “cliente” llamó a su puerta.
Se trataba de Ehiji Tanaka, un viejo pescador de Osaka que, casualmente, pasaba por la ciudad cuando vió su cartel. Según le contó, su esposa llevaba varios meses enferma de tuberculosis, dolencia que la había llevado a perder más de la mitad de su peso y casi toda du fuerza. A aquellas alturas, la mujer llevaba ya varias semanas postrada en su cama incapaz de ponerse en pié.
Ayari escuchó con fingida profesionalidad a aquel desesperado. No tenía pinta de tener mucho dinero, y mucho menos otra cosa que darle a cambio de su trabajo pero, por ser la primera vez, accedió a acompañarlo por una ínfima cantidad de dinero, pues quería comprobar por sí mismo el poder que le había otorgado el shinigami.
La casa del pescador se encontraba en la Isla de Awaji, y a primera vista sólo parecía un montón de tablas amontonadas y cubiertas por una lona. La humedad en su interior era intensos, incluso había paredes que parecían supurar el agua que le salpicaban las olas. A Ayari no le extrañó nada que aquella pobre mujer hubiera enfermado tan gravemente viviendo en aquellas condiciones.
Al entrar en la casa el olor a muerte, mezclado con el de la sal, casi lo obligó a taparse la nariz. La mujer estaba tendida sobre un camastro al fondo de la habitación, su aspecto era pésimo, de una delgadez tan extrema que, incluso bajo sus ropas, daba la sensación de que sus costillas podían escapar en cualquier momento de su piel. Sus mejillas eran puntiagudas y sus ojos estaban hundidos y húmedos, casi sin vida. Una chica, que él supuso la hija del matrimonio, estaba sentada a los pies de la cama, mirando tan fijamente a la mujer que ni siquiera se giró hacia Ayari cuando entró. Esta estaba vestida completamente de negro, y con sus manos hacía una especie de movimientos que parecían ser una suerte de rezos de alguna religión desconocida para él.
Al verlos entrar, la moribunda estiró una de sus manos hacia su marido, que enseguida se agachó junto a ella. No pronunció una sola palabra, le faltaba el aliento y respiraba con una dificultad extrema. Miro a Ayari con mirada suplicante.
—Ayúdela, por favor… —suplicó de nuevo el viejo Ehiji.
Ayari miró a su alrededor, buscando al shinigami por toda la habitación, pero no vió nada. Aquello le molestó, pues pensó que era mentira todo lo que aquel ser le había prometido hacía tres noches. Sabía que los dioses de la muerte estaban destinados a buscar el alma de las personas en el momento justo en el que tenían que morir, por eso no le extrañaría en absoluto que usaran cualquier tipo de artimaña para hacerlo posible, y si aquel día no era su hora, seguramente el shinigami que se le apareció lo había engañado para distraerlo de su objetivo del suicidio. De repente aquella idea de la oración le parecía tan absurda… Pero ya estaba allí, con su primer “cliente”, tenía que continuar con su “papel” de curandero.
Con algo de rabia, sacó el pergamino de su bolsillo y se acercó a la cama.
—Ahora les ruego silencio mientras dure la oración —dijo—. No es muy larga, pero necesito concentración.
El pescador asintió, la joven ni siquiera reaccionó.
Ayari empezó a leer.
Apenas había leído el primer verso cuando la chica lo miró. Su aspecto era demacrado, como el de alguien que lleva varios días sin dormir. Parecía enfadada.
Ayari detuvo la lectura durante unos segundos, ¿por qué lo miraba así? Sólo estaba intentando ayudar.
Leyó un par de versos más. La joven se levantó, gruñendo molesta y con gesto amenazante. El pescador no mostró extrañeza al comportamiento de la chica.
—Parece que a su hija le molesta el rezo. —Le dijo al pescador—. ¿Son budistas?
Pero el hombre le respondió con otra pregunta por respuesta:
—¿Qué hija? Nosotros no tenemos ninguna hija…
—¿Cómo..?
Ayari volvió fijarse en la joven, que ahora apenas se encontraba a dos metros de él. Sus ojos estaban encendidos, como en llamas, y su boca salivaba como la de un animal salvaje. De repente lo comprendió todo; ¡el shinigami era ella!
Siempre había sabido que aquellos seres no tenían una descripción determinada, ya que cada vez que se había hablado de ellos parecía hacerse de criaturas diferentes, ya que sólo pueden verlos aquellos que están al borde de la muerte, y a veces el delirio puede más que la razón. Pero aquella chica… Aquel ser, era hermoso… Al menos lo había sido hasta que había empezado a leer el rezo.
No sin algo de miedo, el falso hechicero continuó leyendo. El shinigami empezó a gritar con furia, avanzando a zancadas hacia él, que esperaba no quedar acorralado contra la pared y el shinigami antes de terminar con la oración. Por suerte, no fue así.
El espíritu se dejó caer al suelo y se revolvió. Entre gritos y sacudidas, su piel empezó a caerse en tiras que se deshacían como la ceniza, tan rápido que ninguna de ellas llegó a tocar el suelo. En cuestión de segundos, el ser no era más que un montón de polvo en el suelo, que desapareció como llevado por el viento para no dejar ni rastro.
Sólo cuando la última mota de aquel polvo desapareció, la moribunda se incorporó en el camastro. Su aspecto parecía haber mejorado bastante, y de golpe. Sus ojos volvían a tener expresión y sus mejillas algo de color.
El pescador se arrojó sobre ella y la abrazó. Durante unos pocos minutos, que le parecieron una eternidad, Ayari los observó desde la otra esquina de la habitación sin decir una palabra. Era real… El poder que le había concedido el shinigami era real… Había conseguido rescatar a aquella mujer de una muerte segura con sólo leer aquella plegaria. Se sintió aliviado, satisfecho, pero sobre todo confundido.
Volvió a doblar el papel y lo guardó en el bolsillo. Lo hizo con tanto cuidado que ni siquiera se percató de que el anciano se le acercaba.
—No sé cómo lo ha hecho, pero me ha devuelto lo único que me quedaba en la vida —dijo, apenas con un susurró—. No voy a negar que tenía mis dudas, pero ya no tenía nada que perder… Jamás sabré cómo agradecerle lo que ha hecho por mí.
La mujer, que aún no se había puesto en pie, le sonreía desde la cama.
—No será necesario… Este ha sido mi primer trabajo, por lo que si habla de mí a sus conocidos me sería de gran ayuda.
—Así lo haré…
Y con una respetuosa reverencia del matrimonio, Ayari abandonó la cabaña.
Durante los años siguientes, el hombre realizó numerosos milagros prolongando la vida de muchas personas a cambio de dinero y otras valiosas posesiones. Vendió su antigua casa y se compró otra en el mismo lugar, bastante más grande y lujosa, incluso contaba con algunos sirvientes. Todo le iba de maravilla, tenía fama y poder pero, debido a su avaricia, para él nunca era suficiente.
Todos y cada uno de los dioses de la muerte que encontró en el camino eran completamente diferentes entre sí, incluso su ira y enfado eran únicos. Algunos se ponían como fieras nada más verlo entrar en la habitación, siendo más que conocedores de sus intenciones. Nadie puede engañar a los espíritus… Otros permanecían impasibles, incluso lo ignoraban, confiados de su poder, pero aquella actitud sólo les duraba hasta que empezaba a orar. En cuando al aspecto también eran muy dispares, mientras unos se parecían bastante a los seres humanos, como aquella primera chica, otros eran monstruosos, demoníacos, con garras en lugar de manos e incluso cuernos en la cabeza. Al principio le resultó algo difícil llevar a cabo los trabajos, el miedo a veces resulta difícil de controlar, y más aún si no sabes cómo resultará todo. Para su suerte, aquella sensación no duró mucho.
Un día una familia cuya hija padecía una grave enfermedad acudió a él para que llevara a cabo una de sus famosas curaciones. El matrimonio era bastante rico, por lo que Ayari incluso canceló otros compromisos que tenía. El dinero que le ofrecían era demasiado suculento como para dejarlo pasar, y no quería arriesgarse a esperar y que ya fuera demasiado tarde para ayudar a la chica.
Cuando el “hechicero” llegó al dormitorio vió al shinigami mirando con ojos ambiciosos a la temblorosa joven. Su piel estaba surcada por profundas y numerosas arrugas y tenía un tono violáceo, sus ojos eran completamente amarillos y brillaban como los de un felino en la oscuridad. Al verlo aparecer, le dirigió una sonrisa de satisfacción llena de dientes afilados. Estaba situado en la cabecera de la cama…
El hombre sabía que no podía salvar a la joven, pero la familia le ofreció una recompensa tan grande que, por su avaricia, se vió incapaz de rechazar. Tenía que buscar la manera de solucionarlo.
Por muy raro que pudiera parecer, los shinigami entraban en una especie de letargo durante la noche, algo que no terminada de ser un sueño, pero sí algo muy parecido. A Ayari se le ocurrió aprovechar aquel momento para darle la vuelta a la cama, de modo que el espíritu pasara a encontrarse a los pies de la misma, y no en la cabecera. Una vez hecho esto, pronunció la oración y el shinigami desapareció. La moribunda empezó a respirar de forma agitada y a removerse bajo las mantas, el color de su piel había recobrado un color rosado y saludable. Lo había conseguido, la había salvado de la muerte, pero también había quebrantado la regla…
Justo en aquel momento, el dios de la muerte que le había otorgado el poder volvió a aparecérsele en aquella misma habitación, enfadado. Este volvió a mostrarle su vela, ya casi completamente consumida.
—Tu hora casi ha llegado… —Le susurró.
—Me dijiste que aún me quedaba por vivir la mitad de mi vida, y apenas han pasado dos años desde que nos vimos por primera vez —replicó Ayari, aún sabiendo perfectamente a lo que el shinigami se refería.
—El desgaste de esta vela es solo la consecuencia de tus actos. Has roto las reglas.
Ayari volvió a mirar el cirio que descansaba encendido sobre la mano huesuda del shinigami. En circunstancias normales, su luz no debería durar más de dos horas más antes de extinguirse completamente. Un fuerte sentimiento de terror y angustia se apoderó del cuerpo del falso médico.
—¡Por favor, dame otra oportunidad! —Suplicó—. ¿Hay alguna forma de solucionar mi error?
El espíritu le mostró una segunda vela que parecía recién encendida.
—Esta es la vela de la chica a la que acabas de salvar, la única solución es que traspases la luz de tu vela a la suya pero, de esa manera, vuestros años de vida también lo harán, y ella morirá como debería haberlo hecho. ¿Serías capaz de hacerlo? ¿Podrías seguir viviendo con eso en la conciencia?
Ayari apenas lo dejó terminar de hablar, le arrebató ambas velas de las manos e intentó con desesperación pasar la luz de su vela a la de la joven, pero tras varios intentos fallidos, su vela terminó por apagarse definitivamente.
—¡¿Por qué no funciona?!
El shinigami le devolvió una sonrisa siniestra.
—Te he mentido, y tu avaricia no te ha dejado darte cuenta. Cada uno tiene su propia vela, única e intrasferible, y una vez esta se consume, la persona muere. —El shinigami rodeó a Ayari con sus brazos, abrazándolo y cubriéndolo con su túnica negra y, acercándose a su oído, le susurró—. La muerte te llegará como a todos, pero cuando lo haga, nadie te estará esperando…
El hombre falleció aquella misma noche, y su alma quedo atrapada, condenada a vagar eternamente sin descanso.
También conocido como los dioses de la muerte, son muy populares en el folclore japonés. Estos tenebrosos entes espirituales son los encargados de recoger las almas de los muertos y llevarlas al lugar donde deberán permanecer por el resto de la eternidad. A diferencia de nuestra muerte occidental, los shinigami no son un único ser, sino una gran variedad de estos, para los que no existe una descripción concreta, ya que son invisibles para aquellos mortales que aún están muy lejos de que su vela se extinga.
Son meros puentes que separan nuestro mundo del otro, se encargan de que cada persona reciba su muerte en el momento exacto, y los guiaran hasta el otro mundo para encontrarse con su destino final.