miércoles, 31 de marzo de 2021

Una magnífica desolación.





    A lo largo de todos los años que llevo escribiendo, he plasmado en mis relatos muchísimos momentos históricos relacionados con personajes o momentos influyentes que, de alguna manera, cambiaron nuestra historia de alguna impresionante y heroica manera. Pero, si algo tienen en común todos esos relatos es que, a pesar de pertenecer a temáticas, momentos o estar relacionados con personas tan diferentes entre sí, es que ninguno de los que los protagonizaron están ya entre nosotros.
    Llevaba ya mucho tiempo pensando en hacer una especie de homenaje a algunos de estos importantes acontecimientos o a algún personaje vivo, y qué mejor manera que recordando a uno de los que siempre he admirado más (aunque sin olvidar a sus dos valientes compañeros de aventura).
    De modo que, de la mano de Buzz Aldrin y su "inanimado" bolígrafo, os invito a rememorar ese acontecimiento histórico que, hace ya más de cincuenta años, fue capaz de hacer que todas las naciones de este planeta se sintieran una sola.



Una magnífica desolación.

“Solo un artista o poeta sería capaz de transmitir la verdadera belleza del espacio”.

Buzz Aldrin, 1969.

 

Ya habían pasado más de diez minutos desde que Neil me hubiera dejado solo en el Módulo Lunar. Desde mi transmisión de radio había podido escuchar la confirmación de que ya había puesto el pie en la superficie, y también el aplauso y los gritos de Houston. Las primeras imágenes del hombre en la luna ya habían sido vistas por todo el planeta. Era mi turno de bajar, y lo sabía. Lo único que me retenía era el absoluto silencio, tanto desde la señal de radio como del exterior, tan profundo que por un momento me pareció escuchar los latidos de mi propio corazón, tan fuerte que temí que me dañara los tímpanos.

No escuchaba voces, ni siquiera al pequeño taladro para recoger las muestras que mi compañero portaba. ¿A qué estaba esperando para ponerlo en marcha? ¿Qué demonios estaba haciendo?

—¿Neil? —llamé lo más alto que pude, intentando que mi voz no sonase temblorosa.

—¡Buzz! Vamos, baja. ¡Esto es espectacular! —Su voz sonaba eufórica, ¡incluso divertida!

Cerré los ojos y tomé aire, ajustando una vez más mí ya sellado casco, y salí. Dos veces fueron las que me tropecé en aquellas malditas escalerillas. El Eagle no era muy alto, pero tampoco ayudaba la poca movilidad que me dejaba aquel hinchado traje.

Cuando pisé la superficie, sentí como si lo hiciera sobre algodones. Era un terreno extraño, cubierto por lo que, en un principio, se me antojó como ceniza, pero que después ví que era muy parecido al talco. Mis huellas quedaban grabadas en él con suma facilidad, y si presionaba lo suficiente, podía ver como aquel polvo se levantaba y se adhería a mis botas, como el carbón.

Con la mirada, seguí las de mi compañero, al que suponía examinando el terreno como el gran profesional que era, descubrirlo dando pequeños saltitos con la vara de muestras en una mano, y la cámara de fotos en la otra, fue algo que me hizo sonreír. Con cada brinco, sus pies llegaban a separarse del suelo hasta medio metro, como si su traje contuviera helio en lugar de oxígeno.


Debí quedarme paralizado, observándolo con la boca abierta, pues tuvo tiempo de tomarme la primera fotografía, aún sujeto a la escalerilla del módulo. Después, se acercó a mí.

—Ya creía que me dejarías solo. —Me dijo—. ¿Lo has sentido al bajar? Es mucho más fácil caminar por aquí que en las simulaciones que hemos hecho.

—Es cierto… —respondí, dando mis primeros pasos y mirando a mí alrededor.

Hasta donde llegaba mi vista, podía apreciar el terreno ondulado y suave de la Luna y, al mirar con más detenimiento, pude distinguir todos sus detalles.

Llegamos a la conclusión de que el “talco” de color gris de su superficie era roca pulverizada, resultado de múltiples impactos a velocidad extrema que, a simple vista, cualquiera puede comprobar en nuestro satélite. Cientos y cientos de cristales de roca brillaban en ella según recibieran la luz del sol, algunos formando grandes escollos que daban lugar a montañas majestuosas, y otros, tan pequeños que parecían diamantes brillando entre el polvo.

Pasaron varios minutos, durante los cuales no fui capaz de alejarme del módulo, ni siquiera de soltar la barandilla de la escalera. Me sentía abrumado y pequeño, muy pequeño… Aún a día de hoy, recordando aquella primera sensación, pienso que no pude sentirme de otra manera ante aquella, nunca mejor dicho, magnifica desolación.

Al ver que no avanzaba más de tres metros, mi compañero se acercó a mí y puso una de sus manos sobre mi hombro, en un intento de tranquilizarme que no tardó en conseguir, pues su calma y serenidad siempre fueron muy contagiosas. A pesar de que no podía verla, sentía su sonrisa desde el otro lado del visor de su casco. Una vez más, agradecí que él hubiera sido uno de mis compañeros de aventura.

Mi miedo se disipó de golpe, por lo que me dispuse, simplemente, a disfrutar el momento. Si estar en un lugar que, en toda la historia de la humanidad, nadie había podido pisar antes que nosotros, el hecho de estar danzando en él gracias a la falta de gravedad, lo hacía único.

Los planes del Proyecto Apollo estaban teniendo un éxito tremendo desde que, en 1961, el Presidente Kennedy anunciara la idea de enviar a un hombre a la Luna y traerlo de vuelta de forma segura antes de que terminase la década. Y aquel día, el 20 de julio de 1969, el deseo se hacía realidad, tras alunizar y pisar el Mar de la Tranquilidad, curioso nombre para un lugar en el que había sentido el mayor nerviosismo de mi vida.

Las cosquillas subían y bajaban en mi estómago con cada rebote o salto que daba, la sensación tan liviana que sentía al caminar fue una de las experiencias más divertidas y desafiantes que he podido sentir. Solo me detuve al sentir las primeras gotas de sudor correr por mi frente, ya que, con aquel aparatoso traje, me era imposible secármelas con el dorso de la mano, pero que aquella vez solo conseguí que chocara idiotamente contra el visor.

—Madre mía, lo que se está perdiendo Mike. —Neil se detuvo junto a mí, mirando en la misma dirección que yo, la dirección en la que se encontraba nuestro hogar—. Aunque, a decir verdad, dar la vuelta a esta preciosidad en completa soledad es algo que tampoco le quitará nadie…

Desde allí, la Tierra se veía como una semi esfera gigante, hermosa, completamente azul y salpicada de verde. Nuestro planeta es hermoso, siempre me lo había parecido. Tenía sus conflictos, lo sé, nada es perfecto pero, cuando estás allí arriba, todo te parece completo, maravilloso, inmejorable…

Casi sin darme cuenta, me ví levantando la mano hacia el lugar en el que se encontraba la Tierra, hasta que mi pulgar enguantado quedó derecho. Este podía ocultar completamente a nuestro planeta…

—Un pequeño gesto, y la Tierra desaparece —susurré, a lo que Neil me respondió con otro golpecito en el brazo.

—Bueno, amigo… ¿Dónde está esa bandera?

 

Cuando volvimos al Eagle sentí que me nivel de adrenalina me haría explotar las sienes. Quería gritar, por lo que le pedí a Neil que se quitara los auriculares para hacerlo, pero él, lejos de hacerlo, lo que hizo fue imitarme.

Aquel grito nos sentó como si nos derramaran un cubo de agua fría sobre la cabeza. Nada más soltarlo, sentí que podía volver a respirar.

Fue entonces cuando, al colocar nuestros cascos en su lugar, vimos que estaban completamente cubiertos de polvo lunar y que, dentro del módulo, nuestras huellas grises habían quedado grabadas en el suelo.

—Es sucio como la ceniza —dije extrayéndome el casco.

—¿Hueles eso? —preguntó Neil, tras hacer lo mismo—. Huele como a… Pólvora.

Con las manos aún enguantadas, olí mis dedos manchados de gris. Era cierto, aquel olor era muy parecido al de la pólvora.

—Es como si hubieran disparado una escopeta aquí dentro.

Neil estornudó cuando empezó a sacudirse el traje. Yo agaché la cabeza evitando la nube de polvo, entonces lo ví un pequeño objeto plateado tirado en el suelo teñido de gris. Con curiosidad me agaché y lo recogí. Al verlo de cerca y reconocerlo, se me paró el corazón.

Era el extremo de una de las palancas del control de mando, y no cualquiera de ellas… Sino la del interruptor que activaría el propulsor del circuito de ascenso que debía enviar al Eagle a órbita para acoplarse al Columbia.

Rápidamente, me acerqué a los controles y busqué su hueco, Neil me observaba con curiosidad.

—¿Hay algún problema? —preguntó, más tranquilo de lo que debería.

—Me temo que hemos perdido una palanca del cuadro de mandos, la del interruptor de ascenso. No sé en qué momento ha sido, pero ha salido disparada al suelo. Está rota…

—¿Rota?

—Me temo que sí…

—¿Quiere eso decir que pasaremos la noche aquí?

—Si estaba activado en el momento en el que se ha roto, me temo que podríamos empezar a pensar en vivir aquí, no solo dormir… —respondí de manera sombría—. Además, si tuviéramos la suerte de que estuviera apagado, tendríamos que encontrar algo lo suficientemente fino como para encajar ahí.

—Ya… No podemos apretarlo con el dedo por la electricidad.

Mientras Neil buscaba nervioso a nuestro alrededor, yo me puse en contacto con Houston para asegurarme en qué estado se encontraba el botón antes de romperse. Por suerte, estaba apagado. Ahora solo necesitábamos un objeto pequeño y fino.

 “Tan fino como un lápiz”, pensé para mis adentros.

Entonces, miré el pecho de mi traje, allí había una especie de bolsillo con un rotulador…

—¡El rotulador! —grité.

Neil se llevó rápidamente la mano al pecho.

—¡No lo tengo! Se me ha debido de caer ahí fuera.

—El mío está aquí…

Con manos temblorosas, le quité el capuchón.

—Podría funcionar… —dijo Neil.

—Podría funcionar… ¡Claro que sí!

Lo acerqué al agujero vacío del control. Encajaba a la perfección. Ahora, solo nos quedaba esperar a ver si giraba lo suficiente. Si aquello no funcionaba, no solo pasaríamos aquella noche en la Luna, sino toda la eternidad… Una vez más, agradecí que mi compañero supiera como elegir las palabras más adecuada para transmitir su calma a los demás.

De repente, la voz de Collins irrumpió en la cabina desde la radio:

—¡Amigos! ¿Qué tal? ¿Cómo ha ido esa caminata? —dijo animado—. Alcanzaré vuestras coordenadas en una hora. ¡Estad preparados!

Una hora después, ya estábamos listos para despegar. Durante aquel tiempo, ambos habíamos estado hablando de cosas más banales, en un intento de apartar de nuestra mente el gran problema que nos supondría la rotura de la palanca, y el fallo del rotulador… Ninguno de los dos lo había conseguido, pero ninguno lo dijo.

—Que sepas, compañero —dije— que me ha encantado la frase que has dicho antes, al bajar. No habrías podido acertar más con las palabras.

—Gracias, amigo. No quería que nadie las conociera hasta ese momento, por eso siempre les decía a los periodistas que aún no sabía cuales sería.

Muy propio de él…

En el momento clave en el que nuestro compañero nos daba la señal, Neil y yo intercambiamos una mirada cómplice, suplicante, pero también tranquila. La misma que se transformó en una sonrisa cuando el rotulador giró en la base de la palanca.

—¡Estupendo! Parece que al final no tendrán que mandarnos las cartas aquí —apunté.

La enorme sensación de alivio y tranquilidad que sentí en el momento en que el módulo perdía el contacto con la superficie, fue la mayor de mi vida, aquello sí que fue sentir el Mar de la tranquilidad.


Tripulación del Apollo 11. Neil Armstrong, Michael Collins y Edwin (Buzz) Aldrin.


El ingeniero aún conserva ese heroico boli e incluso ese botón oscuro que se soltó del tablón de mandos.




 

1 comentario:

  1. ¡Hola, Ana! ¡Qué gozada volver a leerte! Y como siempre nos traes un relatazo excelentemente documentado y narrado. Te aseguro que me parecía estar allí, junto a estos héroes. Detalles como el olor a pólvora, la pérdida del boli de Armstrong, el silencio, el tropezar con la escalera. Todo ello le da vida al relato y sumerge por completo al lector. Fantástico! Un abrazo!

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