Una de las épocas más
emocionantes, interesantes e inquietantes de la humanidad, fue sin duda el
renacimiento. Durante los siglos XV y XVI la cultura nacía a raudales en
cualquier rincón de la península italiana, en el que cuyos artífices tenían ya
nombres propios: Botticelli, Leonardo, Bernini… Decidme, ¿qué es lo primero que
se os viene a la cabeza al leer estos nombres? ¿Quizá dibujos? ¿Bocetos? ¿Obras
de arte de valor incalculable? ¿Pequeños estudios con olor a pintura? Sin duda, el legado de arte que nos dejaron
estos personajes es valiosísimo pero, desde luego, creo que otra parte igual de
importante en su historia es, también, la crónica de sus celos.
Hoy en día sigue produciendo una
emoción especial, emoción que yo misma sentí hace solo unas semanas, al
levantar la mirada hacia ese brillante y colorido techo de la Capilla Sixtina.
O en el Louvre, allí donde se encuentra uno de los cuadros, o mejor dicho, el
cuadro más famoso del mundo, La Guioconda. Su autor, Leonardo Da Vinci, era un hombre
de manías, pulcro, aseado, seguramente con porte de aristócrata, pero sin duda, y a parte de todo eso, fue un adelantado a su tiempo, un buscador incesante del alma natural de las
cosas. Leonardo era un hombre en el que todos se fijaban, al que todos
admiraban, hasta que a principios del siglo XV surgió otro genio, el
considerado por algunos como el mejor escultor de la historia, Miguel Angel
Buonarroti.
No es sabido por muchos el
detalle de que estos dos personajes fueron auténticos antagonistas, el uno en
la vida del otro, y no fueron pocos los testigos de la enemistad entre ambos.
Por eso, por indagar esos detalles de la historia que tan curiosos me resultan de
conocer en mis viajes, no me centraré en sus obras en estos relatos, sino en la
envidia que algunas de las mentes más extraordinarias de nuestra historia se
profirieron unas a otras.